lo largo del curso se me han ido acumulando en un rincón del salón, sobre la mesita de una lámpara de pie, tres pequeñas columnas de libros que esperaban pacientemente su turno. Como el verano está para estas cosas, y además el tiempo de este inicio de agosto ayuda, a alguno de ellos les va llegando el momento.

El espíritu del tiempo (L'esperit del temps, en su versión original) del escritor valenciano Martí Domínguez es una supuesta confesión, unas falsas memorias de un científico nazi (trasunto de Konrad Lorenz) que, apresado al final de la guerra por los soviéticos, revisa su trayectoria. Nuestro protagonista intenta explicarse los tiempos que vivió -de ahí el título de la novela- y los actos atroces que llegó a cometer.

En primera persona nos explica las lógicas y las tentaciones del momento sin por ello justificar o disculpar nada, sin disfrazar ni edulcorar ningún horror, sin ahorrar los detalles más crueles. Se reconoce en las ideas racistas y eugenésicas que colaboró desde un principio a extender dándoles respetabilidad científica y académica. Su carrera es un oportunista cúmulo de ocasiones de progresar por entre los huecos dejados por los perseguidos o exterminados, de medrar adaptando sus investigaciones a las exigencias del momento. El siguiente paso, que llega casi solo como caído por la dinámica de las cosas, será ponerse al servicio del exterminio, la limpieza racial y el genocidio.

Cada etapa es un paso hacia la degradación moral, un descenso a los infiernos de una locura que se pretende racional y científica. Nuestro profesor conoce bien los principios de la ética, no en vano ocupa por un tiempo la cátedra de Kant en Königsberg, pero la fría lógica del bien superior, el mandato del destino del pueblo y de la raza, se imponen. Debe superar los escrúpulos de su condición pequeño burguesa, educada en las sensiblerías cristianas, y vencerlos para evitar que frenaran su contribución al avance de la historia. ¡Qué extraña forma de valor -e incluso de heroísmo- era necesaria para arrinconar esos inútiles y acomplejados recelos, y cumplir con el deber de clasificar racialmente a un niño para salvarlo o enviarlo a la cámara de gas!, ¡qué claridad de principios, sin admitir excepciones o casuismos, era necesaria para consentir la persecución de amigos o mentores judíos que le habían ayudado en el pasado!

Nuestro personaje tiene momentos de lucidez y se sorprende de que, por ejemplo, "un estudioso de la ilustración puede convertirse, casi de un día para otro, en un carnicero que mata impelido por conceptos tan abstractos, pero tan imperativos como deber, lealtad y disciplina". Pero se refugia en su misión: "¿hay algún pecado en intentar mejorar la raza humana?". Sabe bien que vive en medio de una gigantesca locura colectiva de eugenesia y de muerte, pero es incapaz de distinguir la valentía del oportunismo. No terminamos de saber si se siente realmente culpable o de alguna forma disculpado por haber sido arrastrado por el espíritu del tiempo.

El libro puede funcionar como una advertencia. No estamos a salvo de este tipo de trampas de la razón. En diversas modalidades y grados hemos vivido en nuestro país algunos de estos recursos que justificaban lo injustificable. En otros países podrían mirarse también a la luz de alguna de las reflexiones que el libro inspira. No menos meritorio sería que esta lectura nos ayudara a pensar en las pequeñas o grandes miserias que el espíritu de nuestro propio tiempo nos presenta como necesarias y que damos cada día por buenas.

El libro obtuvo muy merecido reconocimiento en su edición original (Premio Llibreries Valencianes y Premio Òmnium a la mejor novela en catalán) pero su versión española no ha gozado, a pesar de una impecable edición, del eco que a mi juicio le debería corresponder por sus grandes valores literarios, históricos, científicos y políticos. Por eso, sin conocer al autor o a los editores, aprovecho esta columna para recomendarlo.