ESCRIBO estas líneas después de observar en televisión cómo los presos políticos catalanes abandonan la cárcel de Lledoners y recorren su largo acceso hasta encontrarse con una entusiasta multitud independentista y con los medios que les esperan. Se trata de los indultos concedidos por Pedro Sánchez en el ejercicio del llamado derecho de gracia, decimonónica prerrogativa gubernamental que se recoge en la actual Constitución española y que, tras utilizarse con abundancia (y muchas veces por inconfesables razones) por gobiernos de uno u otro signo, el actual ejecutivo justifica en esta ocasión por motivos de utilidad pública y expresión de la "generosidad de la democracia española".

No cabe sino entender que se trata de un gesto positivo, de algo necesario, si no imprescindible, para mitigar mínimamente la situación existente de bloqueo y ausencia de diálogo ante el conflicto catalán y corregir la deriva judicializadora que España emprendió ante una cuestión netamente política, cual es el pretendido ejercicio del derecho de autodeterminación el 1 de octubre de 2017 en Catalunya, derecho que apoya una importante mayoría social de su ciudadanía.

Los indultos concedidos por el Gobierno Sánchez (con la más rancia y corta de miras derecha política, mediática y judicial española abiertamente en contra) no conllevan, sin embargo, mayor gracia que la necesidad hecha virtud. Se trata en realidad de atender a lo que desde Europa se viene advirtiendo a las instituciones españolas a través de más o menos veladas intercesiones políticas o de reiteradas resoluciones de la justicia europea y de los tribunales de diversos estados del continente. El último revés ha sido el demoledor informe de la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, sin olvidar el eventual condicionamiento de futuras ayudas para España que se vincula a un estándar democrático que no debería parangonarse con el de Turquía. Porque en España el proclamado estado de derecho acusa grietas: no soportan el filtro europeo ni las normas penales vigentes ni sobre todo su aplicación forzada en un juicio político contaminado, cuando la unidad del Estado no puede estar por encima de los derechos individuales. Todo ello con la condescendencia y jaleo de las principales fuerzas políticas españolas, que no encontraron más recurso ante las aspiraciones catalanas que la represión policial y el 155, incluido un Partido Socialista que hoy corrige parcialmente el rumbo.

Por su parte, el soberanismo catalán, con todos sus errores y contradicciones pasadas de los que debería tomar buena nota, parece en esta tesitura recuperar cohesión y la unidad de acción que le caracterizó hasta producida la DUI. Los discursos oídos a los expresos a su salida, al Govern, a las dos fuerzas que lo apoyan, incluida la indudable ascendencia de Waterloo, resultan sin duda a considerar sobre la convicción en lo realizado y en lo por realizar.

No se puede exigir arrepentimiento y sí comprender la reafirmación, con las reservas estratégicas necesarias, porque las conductas juzgadas no conllevaron violencia ni conminación física para tan desproporcionado castigo, solo el intento de poner urnas ante la imposibilidad de un acuerdo con las autoridades del Estado para tal ejercicio democrático básico. Este planteamiento político -conviene recordarlo- ha sido reiteradamente apoyado en las propias urnas, la última vez hace bien poco con una mayoría reforzada de las fuerzas soberanistas que no entiende aquello de que se pueda ser independentista a cambio de renunciar a su consecución.

Las medidas de gracia aplicadas, por sui generis, se erigen en una verdadera libertad condicional, pues su reversibilidad pende de la no comisión de nuevos delitos "graves" en un plazo de seis años, una especie de buena conducta política, y no alcanzan a la inhabilitación absoluta para ejercer cargos y empleos públicos de hasta 13 años, a lo que se une la implacable persecución patrimonial del Tribunal español de Cuentas.

La penitencia de la cárcel durante tres años y medio ya supone, de suyo, un escarmiento excesivo consumado, que veremos el juicio que acaba mereciendo desde el prisma europeo del respeto a los derechos humanos. En todo caso, la permanencia de causas por motivo del 1-O contra 3.000 dirigentes y funcionarios represaliados, y de las euroórdenes de extradición contra los exiliados, sin respetarse en España la inmunidad de los parlamentarios, dice mucho sobre que la justicia no ha sido restaurada y, como en tantas ocasiones, parece que tendrá que hacerlo una instancia judicial externa a la española. Entonces podrá calibrarse la generosidad y la gracia otorgadas o arrancadas.

* Abogado