IGNORO si sus señorías el presidente Pedro Sánchez y el magistrado Luis Ángel Garrido examinan a diario los datos epidemiológicos. Yo, que no soy virólogo ni epidemiólogo -al fin y al cabo, unos "médicos que han hecho un cursillo"-, ni juez -un abogado que ha aprobado unas oposiciones- ni primer ministro -un superviviente- suelo hacerlo. Y confieso que los últimos datos en Euskadi han empezado a preocuparme. Han pasado diez días del fin del estado de alarma y, por tanto, sin las restricciones que ya sabemos, gracias a Sánchez y Garrido. O sea, el momento en el que pueden empezar a notarse los efectos de esa "libertad" que nos dio no tener ni toque de queda ni cierres perimetrales ni apenas coto en los bares. Y parece -ojalá me equivoque- que la caída de la incidencia del virus se está frenando. Como si el lentísimo descenso de la curva que estábamos disfrutando y que incluso parecía irse acelerando, se hubiese convertido en otra meseta. La responsabilidad es enorme. Hay que decirlo: la gestión de la pandemia es obra de todos, para bien y para mal. Cada cual con su cuota de mayor o menor responsabilidad, pero de todos: políticos, jueces, expertos, sanitarios, prensa y ciudadanía en general. Ayer en el Congreso, Pedro Sánchez tuvo que escuchar lo suyo. Lógico, porque -por determinación e interés exclusivamente suyo- ha acaparado la toma de decisiones y, por tanto, de mayor responsabilidad. Pero Sánchez no se detiene en minucias como el goteo diario de datos que a algunos nos acongoja, mira mucho más allá, al verano y las millones de vacunas puestas -¿cuántos días dice que faltan hoy para la inmunidad de grupo, presidente?-, a los fondos europeos y hasta a 2050, cuando España será el país de las tres mil maravillas. Para quienes sobrevivan.