NOCHE comentaba con el espectro de Cicerón la movida desatada en las Hispanias por la conspiración de los Idus de Marzo en Cartago Nova y su primera consecuencia (a la que seguro que seguirán otras) en ese feliz reino tabernario que llaman Madrid. Un lugar donde, según dicen quienes sienten resquemor por su derrota, el hidromiel, el tinto falerno, los bocatas de calamares y los berberechos llegan más al espíritu de las gentes que las filípicas apocalípticas de ciertos discípulos de Demóstenes venidos a menos o los volatines electorales de algunos acróbatas.

Cicerón se sorprende: ¿pero qué esperaban los candidatos hoy quejumbrosos si la mayoría se han pasado dos meses disfrazados de Catón el Viejo, lanzando improperios y repitiendo como letanía "Ayuso delenda est?". Le han hecho la campaña a su adversaria al recordar al pueblo precisamente todo aquello por lo cual este la valora positivamente.

¿Es que han olvidado, añade, que es mejor ser sosos y aburridos, pero resultar creíbles, que ladrar atronadores y amenazantes en el Foro, pero resultar hueros y vanos? En fin, continúa, ellos solos se han derrotado en un año que parecía ayuno de cambios políticos. ¿Pero quién dijo que el 2774 desde la fundación de Roma iba a ser una balsa de aceite electoral? Le aseguro que yo no.

Difícil es hallar, añado, una ciclogénesis política más explosiva que la presente, surgida en un momento aparentemente alejado de pulsiones electorales. Aunque ya se sabe: "Quod natura non dat, Moncloa præstat" (mi latinajo adaptado al caso sorprende a Cicerón). Lo que la naturaleza no da, lo perpetra La Moncloa cuando algunas mentes se ponen allí a maquinar y luego todo sale al revés.

Marco Tulio concluye que, cuando desde un gobierno como el de Hispania, llegado al poder por un golpe de suerte y cimentado en extrañas alianzas, algunos pensaron aprovechar los Idus de Marzo para mudar por sorpresa diversos senados y asambleas, olvidaron que la Fortuna no solo es ciega ella misma, sino que de ordinario también se complace en volver ciegos a quienes, como ellos, antes acarició. Por eso la prudencia y mesura son virtudes tan valiosas.

Y raras, añado yo. Pero unos debido a la pasión por acrecentar su poder y otros acuciados por la necesidad de intentar mantenerlo y no desaparecer, estando ciegos a todo, desataron a los vientos electorales. Vientos que luego, como todos sabemos, soplan por donde quieren y se llevan por delante a muchos.

Estábamos en tales meditaciones cuando de pronto apareció junto a nosotros otro fantasma, un ectoplasma oscuro y vaporoso, que daba la sensación de estar muy interesado en nuestra conversación.

¿Quién es?, pregunté a Marco Tulio. Cicerón me respondió con su acostumbrada retórica: es un tímido toscano, de mente clara y singular virtud para juzgar el gobierno de los príncipes y de los hombres. Luego me dijo su nombre: Nicolás Maquiavelo. Siempre había tenido ganas de conocerle, estaba de suerte.

Los espectros, al igual que los políticos, no tienen amigos, solo compañeros de viaje en el reino de las sombras. Pero a estos dos fantasmas se les notaba muy a gusto juntos, ambos amantes de la legalidad y de las formas de la Res Pública. Así que incorporé al recién llegado a nuestra conversación.

Volvimos a los Idus de Marzo y los comicios de Madrid. Cicerón juzgaba los hechos como un juego planteado sin cabeza ni medida de sus posibles consecuencias. Ya escribió César, nos dijo, que si cruzas el límite la suerte está echada, ya no hay vuelta atrás. Si tiras los dados, no hay remedio: comienza la partida. Alguien va a ganar y alguien va a perder.

La sombra de Maquiavelo se agitó un momento y con voz suave (se le notaba su anterior oficio diplomático) añadió que los gobernantes olvidan a menudo que, antes de comenzar cualquier empresa, es menester valorar la oportunidad del momento, conocer las reglas y conocer los jugadores en liza. En el juego de la política es el pueblo el que al final mueve las piezas y son los príncipes los peones sobre el tablero. Y pueden caer.

Según Maquiavelo, previamente a iniciar una partida los gobernantes deben meditar si su naturaleza y sus hechos corresponden a una auténtica virtud política merecedora de apoyo popular, o bien serán rechazados y perderán la partida y el poder. En tal caso, no deben jugar hasta que mude su fortuna y la opinión del pueblo.

Entonces le planteé una duda: en nuestro caso actual los príncipes sobre el tablero parece que tenían bien pagados asesores que habían estudiado el juego y elegido el momento, y contaban con la oculta ayuda de las profecías de un adivino llamado Tezanos el Oscuro, que parecían mostrar que las estrellas electorales les eran favorables.

Maquiavelo me respondió con claridad: un príncipe no puede hacer caso para preparar la guerra de cuanto ven, prevén o intuyen, tanto él como sus ministros, en momentos de calma y tiempos de paz, pues se engañaría sobre las dificultades. Todo muda cuando se desata la batalla: los hombres, sus voluntades, las fuerzas, las alianzas y los medios disponibles no son iguales aunque parezcan los mismos, y consecuencias inesperadas aparecen por sorpresa, aunque en realidad eran previsibles.

Solo quien percibe esto puede tener confianza en la victoria: cuando un príncipe y sus ministros preparan la guerra deben hacerlo estando ya sus espíritus en ella tiempo ha.

Por ello, un gobernante prudente, siguió diciendo, elegirá ministros competentes que le servirán bien, pero si no es prudente se rodeará de ministros aduladores más pendientes de sí mismos que de él y del Estado. Y estos le acabarán llevando a la batalla cuando no debe, en terreno desfavorable y sin los medios necesarios para ganarla.

Luego, pregunté a mis dos amigos espectrales: ¿estáis de acuerdo en que la situación que vivimos desde los Idus de Marzo tiene su origen en la falta de prudencia de algunos príncipes y los malos consejos de sus asesores y adivinos?

Nada más nocivo para un gobernante que los malos asesores, respondió Maquiavelo. Creen ser sabios como dioses, pero son falibles como hombres, cosa que se manifiesta cuando ya no hay remedio y el príncipe imprudente se ve arrastrado al desastre. Respecto de los adivinos, ninguno conocí que acertara nada, salvo a llenarse los bolsillos.

De esos en mis días, confirmó Cicerón, los había en abundancia en cada ciudad, pero eran de escasa utilidad salvo para entretenimiento del vulgo. Los arúspices modernos son distintos: ni matan gallinas ni hurgan en sus higadillos, solo agitan encuestas, documentos que son como las tripas de los ciudadanos sacadas a la luz para conocer sus secretos deseos e intenciones. Pero aunque incluso llegaran a adivinar cosas, como luego cuentan solo lo que les conviene son inútiles.

"No he visto adivinos en los Campos Elíseos", dijo Cicerón, que paseaba mucho por ellos. "Quizás deambulan por el Orco, aunque dudo de que allí les permitan hacer encuestas", concluyó con sorna.

Pero yo no estoy tan seguro, visto que a quienes parece que hacen las entrevistas los Tezanos de nuestros días es a espectros y aparecidos, que no a los vivos. Por eso no aciertan: los muertos son mentirosos.

* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019