DENTRADO en la selva urbana de lo muy vivido, ante el desalentador panorama político, económico y social, uno se ve sorprendido por la siguiente pregunta retórica, ¿qué es la ética desde la inevitable perspectiva subjetiva? Y se responde que no es sino el sofisma que justifica y ampara hacer aquello que a cada uno le conviene. Respuesta disparatada que choca frontalmente, si fuese cierta, con el imperativo categórico de Kant, que no entiende de conveniencias, ni está orientado a conseguir aplausos o reconocimientos, sino que encamina al ser humano, consciente y libremente, a hacer el bien sin esperar nada a cambio, salvo el bienestar íntimo que de él puede derivarse.

No obstante, persuadido de la inquietante respuesta, moralmente incorrecta, y de una frase del jesuita alemán Busenbaum, que en su manual de ética del siglo XVII dejó escrito algo así como que cuando el fin es lícito, también lo son los medios, en este artículo no hay ninguna pretensión doctrinaria. En fin, si algo caracteriza al siglo XXI es su relativismo moral, que varía de unas culturas a otras. La práctica humana no se basa en una moral deontológica, sino en una moral utilitarista, que sostiene que algo debe hacerse porque los resultados que se prevén son buenos. Es una moral teleológica que fija un objetivo, dispone los medios necesarios y actúa hacia la consecución del fin. La cuestión que se plantea es si el fin justifica o no los medios utilizados. Los moralistas seguramente dirán taxativamente que no; la historia, sin embargo, dice que sí.

Desde Trasímaco a Maquiavelo pasando por Hobbes, los filósofos se fían poco de las bondades humanas. Freud expresa esa misma desesperación respecto a la bondad del ser humano y apunta a la necesidad de embridarlo. Maquiavelo justifica el mal en determinadas circunstancias, por lo que considera que la moral debe ser superada por otras razones de índole utilitarista, de tal suerte que si es necesario lograr algo útil, no se debe tener en cuenta la moralidad de los medios. Se desprende de esta afirmación que el fin justifica los medios, aunque la frase atribuida a Nicolás Maquiavelo, en realidad, la escribió Napoleón Bonaparte. Y tampoco andaba desacertado Baltasar Gracián cuando dijo: "Todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desacertados medios".

La praxis humana no parece atenerse a la ética, sino más bien al contrario, pues impera en ella el todo vale si con ello se logran los propósitos perseguidos. Es cierto que se teme a la ley y sus sanciones, pero siempre la picaresca humana encuentra los resquicios necesarios para burlarla. La ética propone que el fin no justifica los medios, sin embargo, los acontecimientos, tanto históricos como cotidianos, no corroboran este imperativo moral. Baste para probarlo, sin necesidad de salir de nuestras cainitas fronteras, hechos tan crueles como la Inquisición que torturó y ejecutó a judíos, moriscos, herejes, fornicadores, blasfemos y brujas. O la cruzada nacionalcatólica franquista que tantos asesinatos perpetró. Sin olvidar, obviamente, los sanguinarios crímenes de ETA o del GAL. Y no puede faltar a esta siniestra cita la tan extendida corrupción, ya sea la trama Gürtel, la de los ERE, el caso Nóos, el caso Púnica, el caso Puyol y ese largo trapicheo conocido como el caso Taula o Pitufeo, que tanto daño han hecho al país, hoy salpicado por dos nuevos escándalos, el caso Kitchen, esto es, el operativo parapolicial supuestamente pagado por el Ministerio del Interior que tenía como objeto espiar al extesorero del PP, o el que afecta al rey emérito, cuya trayectoria como regente se ha derrumbado, afectando a la mismísima jefatura del Estado.

No hace falta, sin embargo, rastrear la historia para rasgarse las vestiduras, pues la vida cotidiana, ya sea política, laboral, comercial, social y doméstica, viene presidida por la misma carencia ética y condicionada por la misma conveniencia individual. La irresponsabilidad egoísta de una parte considerable de la ciudadanía frente al covid-19 es un ejemplo más de la ausencia de ética en el quehacer humano, sin olvidar los bajos salarios, la economía sumergida, el fraude fiscal o la repugnante violencia de género.

Lo cierto es que la ética se ha ido devaluando tanto que parece que la moral no tiene cabida en el ámbito político. Así se explican las guerras, las dictaduras, el racismo, el machismo, la xenofobia, la homofobia y la preeminencia de los intereses económicos y comerciales sobre los derechos humanos y sobre cualquier principio ético que contradiga los intereses de los grupos de poder. Y eso sin detenernos a examinar las enconadas y absurdas luchas entre las diferentes formaciones políticas o las disputas intestinas y fratricidas que se dan en el interior de cada partido.

En fin, si el fin justifica los medios, como así parece, no es de extrañar la desafección que existe hacia la política y el hartazgo y empacho que tiene la ciudadanía hacia su prójimo. Ya nos advirtió Jean-Paul Sartre, en su obra de teatro A puerta cerrada, de que "el infierno son los otros". En cualquier caso, la moral debe ser un ejercicio imprescindible de madurez que necesita aprendizaje, perspectiva, reflexión, experiencia, crítica, empatía y consenso. La moral se enseña y se aprende, pero no se debe olvidar. Aunque mucho me temo que, a la luz de las evidencias, no parece haber indicios de que esta trascendental cuestión vaya a cambiar.

* Médico psiquiatra y presidente del PSN-PSOE