LA urna cenicienta del próximo día 26 es, sin dudar, la del Parlamento Europeo. Con una diferencia mayor respecto al conocido cuento infantil: es todo menos seguro que, al abrirla, nos sorprenda una bella princesa. Se teme lo contrario. El Parlamento Europeo puede llenarse de diputados y diputadas brexit, duros, blandas, de todo. Esto es: hombres y mujeres que creen poco o nada en las instituciones europeas, de las que, incluso, van a proponer irse, o, cuando menos, a las que pretenden despojar de autoridad, contenido y referencialidad políticos.

Europa vive un momento de crisis. No necesariamente coyuntural. Determinadas actitudes y comportamientos, muy extendidos, llevan a pensar que estamos ante un proyecto político cada vez más criticado, menos apreciado y, sobre todo, menos compartido.

Dicen que el Paleolítico Superior comienza en Europa hace unos cuarenta y cinco mil años con la llegada del Homo sapiens, un homínido que evolucionó en África hace unos doscientos mil años y se ha apoderado de Europa y del mundo, tras acabar con los neandertales.

La historia de ese Homo sapiens es, pues, la nuestra. Se trata de una historia que, para empezar, merece ser conocida. Y merece, también, ser apreciada en muchísimos aspectos, políticos, económicos, sociales. Pero se trata, también, de una historia que, una vez conocida, da razones sobradas para el escarmiento. Esto es, para procurar no repetir las infinitas desgracias que hemos causado y sufrido el citado homínido y sus descendientes europeos.

El proyecto europeo en el que estamos arranca desde ese aprecio y con ese escarmiento. Más seguramente de esto último que de lo primero. Allá por la década de 1980 surgió y se difundió en relación con el proyecto europeo el concepto del coste de la no Europa. Fueron los informes de Albert-Ball y Cecchini, publicados en 1983 y 1988, los que identificaron y definieron este concepto, que, por lo demás, sigue vigente. Lo hicieron en términos económicos.

El coste de la no Europa puede y debe extenderse a aspectos como el político, social y cultural. Esa forma de ver es la que debió mover, más que nada, tras las dos guerras mundiales del siglo XX, a los Padres de Europa -Adenauer, Monnet, Schuman y Gasperi- a poner en marcha el proyecto europeo. Esa misma debió ser la que movió también al nacionalismo vasco del PNV a apuntarse con convicción, desde sus inicios, a dicho proyecto. Debieron sopesar no tanto una visión utilitarista de si Europa me sirve para hacerme con unos fondos de cohesión o para ocultar mis propias responsabilidades sino, más bien, cuál sería el futuro también de los vascos sin una Europa firme y sólida.

No contemplo mejor opción tampoco en el año 2019. No busco princesas que me despierten a mañanas maravillosas -por ejemplo, a la independencia, según Otegi- tras la noche del 26. Me conformo con que la cenicienta se comprometa a dos cosas: a abordar los problemas sin seguir estando bajo el mando de ninguna madrastra, tipo Trump, Putin y análogos, y, sobre todo, a no repetir tanto horror y desgracia, como (nos) hemos causado los herederos de aquel homínido, inmigrante africano.