UN antiguo proverbio vasco dice “izena badu, bada” o, lo que es lo mismo, “todo lo que tiene nombre, es”. Lo que no tiene nombre no existe; así de sencillo.

Si alguien me pregunta cuál es, en mi opinión, el mayor prodigio de la naturaleza, responderé sin dudarlo que la vida humana. Porque es en verdad un prodigio que se origine una vida en el vientre de una mujer, un ser que, una vez nacido, comenzará su andadura, hablará, pensará, amará, reirá, llorará, trabajará, generará más vida y morirá al cabo de los años en el mejor de los casos. Dicha persona tendrá un nombre que escuchará a lo largo de su existencia y será recordada gracias a él.

La mortalidad infantil ha sido una lacra a lo largo de la Historia; y continúa siéndolo. Epidemias, hambre, guerras se ceban en los más desprotegidos, los inocentes, los vulnerables, lo sabemos. Esos niños y niñas que mueren cada día ante la impotencia de quienes escuchamos o vemos las noticias, la indiferencia a veces también, existen, tienen nombres. Y luego está la otra mortandad, la invisible, la de las criaturas que nacen muertas o que mueren a las pocas horas o días, vidas malogradas que no dejan rastro pues no tienen siquiera nombre y pasan a engrosar la estadística a modo de cifras.

En Europa, en otros tiempos, las mujeres de las clases opulentas firmaban su testamento antes de dar a luz debido a las enormes posibilidades de fallecer durante o después del parto, pese a estar atendidas en todo momento. Al igual que ellas, gran número de hijos e hijas morían sin haber vivido y, de hecho, a los sobrevivientes no se les llamaba “niños”, sino “pequeños adultos”. Se ignora, sin embargo, el número de criaturas fallecidas en las ciudades y en el campo debido a la falta de médicos, al hambre, las plagas y las contiendas. Se alentaba, se obligaba más bien, a las mujeres ricas y pobres a tener descendencia numerosa a fin de que parte de los recién nacidos lograran sobrevivir para evitar la despoblación y la ruina de los países.

Debido a la enorme caída demográfica a lo largo de los siglos XIV y XV, la caza de brujas fue una persecución de las parteras y curanderas, únicas personas que atendían a las parturientas. Se las acusó de provocar la muerte de las criaturas nacidas muertas o que morían a las pocas horas. Se culpó a quienes, a falta de medios, se ocupaban de atender a las madres al igual que habían hecho generaciones enteras de mujeres. En otros casos, las muertes se achacaban a la falta de convicciones religiosas o incluso a un castigo divino debido a los pecados de los padres. En la tradición vasca existen leyendas en las que el diablo intenta llevarse el alma de un recién nacido antes de ser bautizado, es decir antes de tener nombre, lo cual demuestra que la cuestión era motivo de inquietud entre nuestros antepasados. Sin embargo, debido a que no habían sido bautizados y no podían ser enterrados en sagrado, también existió la costumbre de enterrar a las criaturas sin nombre bajo el alero de las casas, a fin de que continuaran siendo parte de la familia.

Hoy en día, sabemos que, en general, la mortalidad infantil antes o después del parto no se debe al diablo, ni a un castigo de los dioses, tampoco al mal de ojo o a una maldición, sino a la ignorancia, la falta de higiene, los bacilos y prácticas defectuosas como antaño en nuestra tierra, pero también al hambre endémica, la carencia de agua potable, el infanticidio femenino... infinidad de razones que hacen posible que, en efecto, miles de seres humanos no existan ni hayan existido.

Siete mil bebés mueren cada día en el mundo durante el parto o antes de cumplir un mes de vida, más de dos millones y medio al año. El ochenta por ciento de estas muertes se pueden evitar con medidas sencillas. A lo largo de la Historia, incontable número de nonatos y neonatos han nacido muertos o han fallecido horas o días después, muchos de los cuales no tienen nombre, no son, desaparecen de la memoria de la familia, la tribu, la comunidad. Ha costado siglos de esfuerzo y aprendizaje paliar dicha calamidad. Todavía no hace mucho, nuestras abuelas pasaban por el doloroso trance de perder a sus hijos recién nacidos y, en numerosas ocasiones, la propia vida. Si bien, en parte, los avances médicos y sociales han conseguido reducir de manera drástica las cifras de fallecimientos en los países avanzados, no puede decirse lo mismo de las regiones más pobres del planeta, y por tanto las más atrasadas, en las que la mortandad infantil alcanza cifras inaceptables desde cualquier punto de vista.

Son necesarios médicos, enfermeros, auxiliares, psicólogos, consejeros que ayuden a las embarazadas y a sus hijos e hijas, también medicinas, hospitales, pozos de agua limpia y sistemas productivos de agricultura, para lograr en lo que cabe que las criaturas invisibles tengan una posibilidad de existir. Los gobiernos ricos del mundo podrían paliar esta terrible hecatombe a nada que dedicaran una parte mínima de lo que invierten en armamento, pero no lo hacen, y dicha tarea recae en Unicef y organizaciones humanitarias. Estas, a su vez, precisan de la colaboración económica de las personas de buena voluntad para llevar a cabo su labor, puesto que las subvenciones o ayudas gubernamentales, cuando las hay, son insuficientes ante la ingente tarea que supone luchar por las vidas de tantos y tantos niños y niñas.

No podemos hacer mucho individualmente, pero sí ayudar en la medida de nuestra capacidad. Dichas aportaciones, sean las que sean, contribuirán de alguna manera a que miles de recién nacidos tengan derecho a vivir. Porque toda vida merece un nombre, porque todo nombre merece una vida.