cUANDO tras las elecciones del 20-D poco menos de la mitad de aquel Consejo de Ministros y una legión de imberbes y veteranos agoreros del PP maniobraban torpemente entre tertulias y postres de rumor sobre la suerte final de Mariano Rajoy, allí estaba María Dolores de Cospedal para sostener ante la adversidad la columna de su acosado presidente. Bien es verdad que ambos se necesitaban como vasos comunicantes de su debilidad y por eso tejieron en silencio una complicidad sin echar pie a tierra y que adquiere ahora, en vísperas del congreso del PP, una dimensión capital. Sobran dedos de una mano para enumerar a quienes creyeron entonces que el presidente del Gobierno seguía siendo una opción válida de futuro en medio de los vientos del cambio que arreciaban sobre todo en los medios influyentes. Pero allí es cuando Rajoy se encontró con el consuelo decidido de Cospedal, Ana Pastor, Jorge Moragas y Pedro Arriola. Y sobre esa base anímica remontó estratégicamente el vuelo.

Ni siquiera la torpe revuelta de Cristina Cifuentes con su endeble propuesta de participación popular tan mal recibida en Génova por inoportuna ha desviado mínimamente el foco sobre el auténtico asunto mollar del próximo congreso de los populares: ¿seguirá Cospedal como número dos? Solo hay una respuesta sin riesgo real de resbalarse por la pendiente: Rajoy jamás permitirá un desaire a su secretaria general. Es muy difícil que el presidente olvide el respaldo convencido de Cospedal en los momentos tan espinosos como las afrentas de Luis Bárcenas, los azotes de la corrupción interna y la amenaza del voluntarioso gobierno de Pedro Sánchez. ¿Significa esto que silenciará a quienes a voz en grito asocian el relevo de Cospedal como un signo evidente de la necesaria renovación del partido? Posiblemente, sí, y a cambio lógicamente de un obligado juego de cromos con ese animoso sector de sorayistas que siguen sin disponer de un peso real en el núcleo duro del partido a excepción, claro, de Alfonso Alonso, la alternativa a quien tanto aprecia Rajoy.

Pero no es este el auténtico congreso de futuro del PP. Será el próximo. Y es ahí donde podría llegar el turno de Alonso. Ahora mismo, su elección supondría, de un lado, una afrenta personal para Cospedal porque la relación entre ambos dista mucho de ser idílica y, de otro, también política, porque Soraya Sáenz de Santamaría sería la ganadora en la sombra. Sin embargo, Rajoy no quiere sangre y mucho menos que le encajonen en la engorrosa disyuntiva de elegir entre dos candidatos de su máxima confianza a quienes, como Alonso y Cospedal, profesa un explícito agradecimiento por motivos tan distintos.

Para apuntalar sus fundadas expectativas, Cospedal se ha quitado de encima el muerto de Federico Trillo, sabedora de que pisaba un campo minado desde dentro y fuera de su partido. Lo ha hecho a la manera del PP, a medias tintas, sin pedir perdón porque buenos son ellos para bajar la cerviz pero contentando a las víctimas con la dimisión de un embajador diez minutos antes de su inevitable recambio. Y de paso sacudiéndose a regañadientes el miedo reverencial a la etapa de Aznar. Con el evidente acierto en la gestión de una crisis que emborronará para siempre en la tierra la insoldable hoja de servicios de Trillo, Cospedal agua la fiesta a muchos, incluida especialmente la corte de Soraya, de quienes esperaban otra secuencia similar al vergonzoso pago en diferido y que así les permitiera cargarse de razones para exigir su renuncia al cargo de secretaria general del PP.

A cuatro semanas de encontrar la solución, bien es cierto que ni el más inspirado filomarianista se la imagina a excepción del propio Rajoy. Sirva como animosa referencia para jugar a las cábalas madrileñas, no obstante, que el presidente está bastante satisfecho de la trayectoria seguida por su partido en medio del camino de espinas y sobre todo cuando mira alrededor. De momento, el cuerpo no le pide revoluciones especiales más allá de afilar el lápiz en las responsabilidades de los corruptos para abrillantar los estatutos y adecentar la imagen. Sin aspavientos ni gritos ha vuelto a visitar con más asiduidad Génova para enviar en algunos maitines un puñado de mensajes para que interpreten su voluntad. Bajo su acendrada retranca minimiza como una simple pelea entre pasillos y de periodistas el pulso Soraya-Cospedal -azuzado vivamente por los segundos escalones de infantería- y, sobre todo, agradece que la sobria eficacia de Martín Maillo -cada vez más próximo al presidente- le guarda celosamente la finca sin meterse en charcos. Vaya, que con un retoque le basta.