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La mano invisible

HAN pasado casi 300 años desde que Adam Smith dejó escrita la metáfora de la mano invisible: “No esperemos obtener nuestra comida de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino del cuidado que ellos tienen de su propio interés (...) Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve... solo piensa en su ganancia propia; pero es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones”. Según el filósofo y economista escocés, ese fin no es otra cosa que el bien común. Esto es: si el carnicero, el cervecero y el panadero ganan dinero pueden encargar un armario al carpintero o comprarle un caballo al ganadero. Además, todos ellos pagarán más impuestos y se construirán más carreteras y hospitales. Smith era un liberal convencido, porque creía que la libertad de mercado, la desregulación, beneficiaba a todos los escalones de la sociedad. En sus cálculos no entraba la posibilidad de que las grandes multinacionales hayan decidido desplazar su producción a países sin desarrollar para pagar sueldos miserables a los exclavos que fabrican bolsos que se venden en Roma por 700 apoquines. Tampoco que la corrupción se extienda como una plaga mientras los políticos recortan en sanidad y educación. ¿Se imagina qué habría dicho la mano invisible, el mercado, si Alexander Fleming le hubiera pedido dinero para sus investigaciones?