HEMOS llegado a tal nivel de tontería que una bloguera cuelga una foto en bikini mostrando sus estrías y se convierte en viral. Aplaudo el gesto, harta de los vientres planchados con Photoshop, pero no acabo de entender qué ha pasado para que en pleno siglo XXI resulte heroico algo que ya hacían nuestras madres: ir a la playa con sus churumbeles, sus lorzas y sus varices. Hoy que las zapatillas deportivas tienen cuña y las chanclas con tacón de aguja deben estar al caer, que se usan tantos moldes de tetas como de cupcakes, que hay niñas que se operan para tener la cara de Barbie, que casi se regalan las extensiones de pelo en la comunión, me pregunto si no habremos retrocedido. No es que servidora sea una troll ni vaya alardeando por ahí de sobacos peludos -entre otras cosas porque si lo hace una celebrity es que está luchando por el derecho de las mujeres a no depilarse las axilas y si lo haces tú, eres una guarra a secas-, pero entre eso y la Iglesia de la Implantología debe de haber un bendito término medio en el que poder ser tal y como nos parieron, con cejotas, nariz aguileña, pecho frugal o culamen amortiguador. Sin necesidad de meter los morros en un vasito y succionar el aire para asalchicharlos, como hacen algunas descerebradas en Internet. Sin ser esclavas de las modas. Mi hija llamó ayer a las bailarinas “parlanchinas”. Respiré aliviada. Va por buen camino.

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