EL ataque fascista contra la sede de la Generalitat en Madrid el pasado miércoles, cuando en ella se celebraba un acto por la festividad de la Diada, había provocado ya desde un primer momento una seria inquietud por la sensación de impunidad que transmitieron sus protagonistas, quienes en su mayor parte actuaron a plena luz del día a cara descubierta. La constatación posterior de que la mayor parte de ellos son conocidos por las Fuerzas de Seguridad del Estado como miembros de grupos de ultraderecha, algunos con antecedentes penales y en algún caso con reiteración y una condena el año 2000 de 14 años de prisión (que no se han cumplido) por posesión de armas y material explosivo y un presunto plan para atentar contra familiares de presos de ETA; no ha hecho luego sino exacerbar dicha preocupación debido a lo evidente de la falta de control sobre ellos. Pero las prácticamente nulas consecuencias penales del ataque llevan incluso a levantar sospechas sobre ciertas estructuras y poderes del Estado español que todavía hoy, al de 38 años de la muerte del dictador Francisco Franco y tres décadas y media de democracia después, demuestran una tan peligrosa como inconcebible condescendencia con los elementos herederos de aquella ideología, en quienes se ignoran actitudes y actos que en otros casos son duramente castigados, incluso mediante la aplicación de legislaciones especiales, y a quienes se permite mantener en la legalidad asociaciones que se reconocen a sí mismas fascistas, es decir, contrarias a un sistema democrático y que incumplen los preceptos legales estipulados en el art. 515 del Código Penal y en los artículos 6 y 9 de la Ley de Partidos Políticos. Todo ello se agrava, además, al conocer y considerar las relaciones personales o familiares de alguno de estos elementos -o de otros, en casos anteriores- con personalidades del Gobierno, miembros relevantes de las estructuras de seguridad del Estado o cuadros del partido político que en estos momentos detenta el Gobierno en Madrid sin que se haya procedido desde el Ejecutivo a la respuesta pública enérgica y nítida de condena que necesariamente sí se da ante actitudes similares de otro signo. Y no es motivo menor de toda esa preocupación el hecho de que la laxitud y los espacios de impunidad inhabilitan a los poderes del Estado para exigir a otros el fundamento ético de la ruptura absoluta con pasadas actitudes antidemocráticas y violentas.
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