LA verdad es mucho más interesante de lo que parece. Por eso, para entender cualquier acontecimiento histórico nos debemos exigir renunciar a un único marco aceptando la validez de varios a la vez. Es cierto que para discernir entre esas verdades absolutas y contundentes y las pequeñas verdades, esos hechos que tienen que ser descubiertos porque pasan desapercibidos para los vencedores en cualquier disputa, nos tendrían que ejercitar académicamente. Pero este tipo de enseñanzas nunca han gustado al poder, puesto que el resultado es una sociedad que presenta, a través de la crítica y la revisión, madurez social.

Un ejemplo de esta disyuntiva se nos presenta entre la gran verdad de la inmaculada Transición y la verdad de aquel Frente Popular aplastado y asesinado en la Guerra Civil de 1936. Dos realidades con verdades muy distintas, cuya distancia es insalvable. Hay que criticar el discurso de la Transición, entre otras razones porque es el que sigue manteniendo todavía la visión de una legitimidad que no solo corrompe la historia sino que, además, ha aportado graves consecuencias para el presente. Puesto que la visión del mundo en que se basa ese discurso forma parte de la lógica que nos ha llevado a la crisis económica y social que estamos sufriendo a nivel estatal. Solo por esto ya bastaría para justificar la necesidad de deconstruirlo.

El discurso de la Transición objetiva a la monarquía parlamentaria como origen de la salvación democrática, otorgando descaradamente a los últimos años del franquismo los mimbres de un progreso y de un desarrollo a todas luces extemporáneo. Esa narrativa transicional defiende una institución de origen divino, relanzándola a través del 23-F como la prueba definitiva de un rey democrático cuyo éxito permanente no es otro que el de pasear la jefatura del Estado para acumular fortuna privada. Enfrente, en la otra vertiente, nos encontramos la ideología del Frente Popular, que acostumbrada al olvido y relegada al recuerdo de las pequeñas verdades por culpa de la represión de la que fue objeto, contempla al actual monarca no como el germen de la democracia sino como al heredero de una dictadura que no nos ha sacado del camino de servidumbre en la que se encontraba el país. Al revés, lo considera el heredero de una servidumbre contra la que peleó y de la que a causa de su derrota todavía en la actualidad no hemos salido.

Estas pequeñas verdades de las que hablo no comparten lo políticamente correcto, están fuera del juego democrático propuesto por los Pactos de la Moncloa y el maquillaje insuficiente de la Ley de la Memoria Histórica. Por suerte para la verdad olvidada, y por mala suerte para todos, la actualidad está proporcionándonos las condiciones ideales para regresar a un pasado que no nos han explicado, cargado de distorsiones, corrupción, chantajes, pillaje, violaciones, fusilamientos, envidias, rencores, ladrones, hipócritas, pelotas y enchufados. Sabido es, por otra parte, que toda buena dictadura que se precie siempre invierte medios considerables en reinterpretar a su conveniencia y según sus necesidades el pasado, ya sea el próximo o el remoto.

Crecer conociendo a personas que se enfrentaron a la dureza de la posguerra, al olvido en las cunetas de sus muertos, a saludar con pleitesía y respeto a los asesinos y a su doctrina religiosa, de alguna manera es como irse imbuyendo de un cierto tipo de experiencia. Escuchar el relato de los pocos hijos que todavía recuerdan aquella guerra, sus experiencias infantiles ilustradas de bombas, tiros en el campo, lágrimas y traslados forzosos lejos de los brazos del cariño, muchas noches acurrucados en el rincón del miedo, es necesario para desarbolar la vieja guardia que defiende la gran verdad de los vencedores por encima de todo y de todos. Sus crónicas son necesarias para penetrar en los santuarios de la doctrina de lo políticamente correcto que figura en las páginas de su diccionario. Son necesarias para saber que las huellas del camino de servidumbre proceden de muy lejos en este país.

Como señala Vicenç Navarro, la enorme fuerza que las derechas tuvieron sobre el Estado español en el proceso de transición de la dictadura a la democracia, elaboró unos gobiernos muy limitados e incompletos, causa del enorme retraso social en el que nos encontramos. La característica más paradigmática de esta democracia no es otra que la lentitud y la poca eficacia para la reacción de una sociedad que, ya entonces, igual que ahora, demandaba progreso y calidad política. La herencia del esqueleto franquista nos trasladó la osamenta de una burocratización que ha basado su gobierno en la improvisación, en la búsqueda de efectos espectaculares momentáneos pero de escasa solidez, en la ausencia de programas, en la inexistencia de objetivos con una cierta visión de futuro y en la falta de transparencia económico-financiera. En definitiva, un formato que no ha hecho más que extender el clientelismo y la corrupción.

Entonces, el posicionamiento del Frente Popular no fue más que una amalgama de ideologías sociales, que pretendían el cambio para un país dominado por las oligarquías permanentes. Los diferentes proyectos de reformas, más que desde el gobierno republicano, de los diferentes grupos de la izquierda política, asustaron a los católicos derechistas de provincias recelosos de ese aroma social, muy en contra de la servidumbre y de la caridad. De ese periodo republicano nos recuerdan siempre las reformas educativa, militar y agraria como las bases del eje político institucional -otra gran verdad-, pero se olvidan de las pequeñas verdades: se olvidan de las comunas y las colectividades, de las expropiaciones de los latifundios y comunales privatizados, de la educación libre y del descreimiento religioso, espacios comunes -por cierto, que funcionaron bastante bien-, consiguiendo zonas de influencia que rallaban en la multidiversidad étnica e ideológica y en la redistribución material.

Esas diferentes verdades, la institucional y la de la calle, fueron las que las derechas, los militares, la Iglesia, los terratenientes y el poder económico vieron con posibilidad de éxito, de forma que financiaron diferentes golpes de Estado, para su destrucción. Fueron los partidos conservadores católicos y la monarquía que hemos heredado los que colocaron sus piezas de artillería en las colinas alrededor del progreso, bombardeando unos conceptos sociales agradables para la clase trabajadora. Ellos fueron los que dispararon sobre una planificación orgánica llevada a la práctica, ampliamente despreciada por intentar salir del camino de servidumbre.

En definitiva, el choque constituyó siempre y por encima de todo un choque político entre la izquierda urbana, anarquistas, republicanos y los católicos derechistas de provincias recelosos de la república y por ende del Frente Popular. No podemos quedarnos con la verdad del franquismo reduciendo su relato en base a una serie de personas malévolas consciente y deliberadamente implicadas en actos criminales con intención de hacer daño. Esto resulta insuficiente a la hora de elaborar una crónica de cómo y por qué personas anónimas, que llevaron a cabo acciones decididamente anónimas con la conciencia absolutamente tranquila, pueden producir sin embargo un gran mal. Hablamos de personas -que en otras circunstancias serían anónimos e invisibles- que cometieron día tras día, semana tras semana, acciones que sin lugar a dudas constituyen crímenes contra la humanidad: el asesinato de sus paisanos. ¿Cómo deberíamos siquiera empezar a pensar en lo que hicieron, por qué lo hicieron y cómo debemos describirlo?

La solución transmitida por la inmaculada Transición es muy frágil, por no indicar otra cosa. Al final, los historiadores y los no historiadores van a tener que decir cosas sobre el pasado -aunque solo sea porque ahora sabemos más que antes- que no encajan bien con los usos que los constitucionalistas han pretendido dar a nuestra incómoda historia. El franquismo no falló, su victoria lo fue hasta el último día. Además, en este país, oficialmente no se percibe que su supervivencia se deba a una culpabilidad clara respecto a los crímenes que cometió. Eso nos lleva a determinar un cisma entre dos victimismos: una sociedad incapaz de integrar el significado de su propia derrota y humillación moral por la guerra civil y una memoria histórica que -al menos según su propia visión de las cosas- ha incorporado esa historia y, de hecho, se presenta a sí misma como parte de la resistencia contra el poder instituido, más que como una ideología derrotada.

Cualquier persona con sensibilidad democrática debería rebelarse frente a esta situación. Siguiendo de nuevo a V. Navarro, "en nuestro país, cualquier progreso democrático que ha ocurrido ha sido resultado de las movilizaciones populares que en muchas ocasiones ha recurrido a la desobediencia civil, dejando de respetar leyes que traducen e imponen un comportamiento antidemocrático que debe ser cuestionado y desobedecido".

Quizás el escrache les obligue a levantar el velo de normalidad que cubrió el horror que cometieron. Quizás el escrache sirva para que los responsables no se sientan tan protegidos bajo las apariencias de la legalidad, del deber, o del anonimato. Quizás el escrache nos ayude a salir del camino de servidumbre que nunca acabamos de abandonar.