COMO no tengo menores a mi cargo y mucho menos tendencias masoquistas, hace unos veinte años que no acudo a cabalgatas navideñas, ni de Olentzero ni de Reyes Magos. Hay padres y madres que han tenido que sufrirlas y para pasar el trago se han dedicado a tomar fotos del evento infantil para publicarlas simultáneamente en internet y buscar así el apoyo moral de amigos y conocidos. A través de esta vía he sabido del fenómeno paraguas del revés, fenómeno al parecer muy arraigado en estas fechas tan señaladas, que yo sin embargo ignoraba hasta hoy. El paraguas del revés tiene la particularidad de ser una costumbre totalmente adulta que deja a los que deberían ser los verdaderos protagonistas, los retoños, en segundo o tercer término. La cosa discurre así: los ávidos adultos se colocan en primera fila, abren su paraguas aunque no esté lloviendo (mejor si no está lloviendo) y le dan la vuelta, sujetándolo por la punta en lugar de por el mango. ¿Para qué demonios? Para recoger, a modo de red, los caramelitos de propaganda que lanzan desde sus carrozas los reyes, los pajes y demás personajes cabalgatescos. Como los adultos, por lo general, tienden a ser más altos que los niños, el resultado viene a ser que la mayoría de los caramelos acaban en los paraguas invertidos sin nunca llegar al suelo, superficie natural donde los niños (por lo menos hace veinte años) recogían los caramelos. Porque esa era precisamente la gracia, estar atento al tiro, buscar por el suelo, hacerse con el botín. Compárenlo con que un padre o una tía-abuela te dé ochocientos caramelos recogidos en las concavidades de sus paraguas. No sé qué me da más pena: si la propensión natural de la gente a tirar su dinero por el primer agujero que encuentre sólo porque es Navidad (a cualquier centro comercial me remito), o estas demostraciones de ruindad ante cualquier fruslería sólo porque es gratis, poniendo además, a los niños como excusa.
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