El Cristo que preside el altar mayor de la basílica madrileña de Cuelgamuros –el antiguo Valle de los Caídos– fue tallado por el escultor Julio Beobide Goiburu (Zumaia, 1891-1969), un artista profundamente católico, nacionalista vasco y figura central del arte costumbrista de la primera mitad del siglo XX. La historia de cómo una obra salida de su taller terminó en el corazón del mayor monumento de la dictadura es tan insólita como reveladora de su tiempo.

Obras exipuestas en el museo Kresala. IBAN GORRITI

Su familia, que mantiene viva su memoria a través del Museo Julio Beobide, instalado en su antiguo taller Kresala frente a la ría de Zumaia, lo resume así: “Era uno de los mejores del arte costumbrista de su época, un destacado imaginero. Para que hasta Franco se fijara en su obra…”.

Según relatan Xabin y Jon Mikel Beobide, nietos del escultor, todo comenzó con una fiesta organizada por Ignacio Zuloaga en su casa, al otro lado de la ría. “Franco estuvo como invitado de honor. Zuloaga invitó a muchos personajes ilustres de la zona incluyendo nuestro aitona, pero él no quiso ir por su ideología y por su forma de pensar”. En aquella velada, el sanguinario dictador vio un Cristo tallado por Beobide en la ermita de Santiago junto a la casa de Zuloaga y pidió uno similar “pero con los brazos más abiertos”. Zuloaga, sabiendo que su amigo era abertzale y que incluso había sido acusado por sus ideas durante la guerra, evitó decirle quién encargaba la pieza. Le aseguró que era un pedido “de un rico americano, de un argentino”. El propio Zuloaga se encargó de la policromía. Antes de que la talla estuviera terminada, le confesó al escultor que el destinatario era Franco.

Autorretrato dibujado por Julio Beobide. IBAN GORRITI

Beobide decidió mantener el compromiso. Su fe pesó más que la política: “Si le hacía falta un Cristo, se lo haría igual, pensando en su poder religioso para hacerle cambiar de forma de ser,” argumentó a su entorno. Con ese Cristo, Beobide “quiso ayudar en la reconciliación tras la guerra”. Según la familia, el día que entregó la escultura en Madrid, junto a un transportista, rehusó quedarse o hablar con nadie. “Nunca conoció ni quiso conocer a Franco en persona”, enfatizan sus descendientes. De hecho, estuvo invitado a aquella fiesta, origen del encargo, y puso excusa. Por la obra cobró una cantidad modesta: unas 20.000 pesetas, según algunas fuentes. Murió en 1969 con penurias económicas, sin aprovechar nunca su relación indirecta con el régimen nacional-católico. Tampoco quiso visitar el entonces denominado Valle de los Caídos, donde años más tarde se colocó su cristo, que en un principio estuvo en El Pardo.

Beobide tuvo grandes maestros, aprendió de destacados escultores como de Quintín de Torre y Francisco de Asorey. Tuvo formación en las escuelas tallistas de Vitoria-Gasteiz y en la Academia de San Fernando de Madrid, con una beca concedida por recomendación de Zuloaga. Julio admiraba a los clásicos –Donatello, Miguel Ángel–, pero su sello fue personal: religioso, contenido y profundamente humano. Mantuvo amistad con Pío Baroja, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Federico García Lorca y con su inseparable Zuloaga, de Eibar, todos habituales del ambiente cultural de comienzos del siglo XX. Sus nietos lo describen como “un personaje con aura místico, bohemio, nacionalista vasco del PNV y muy católico”. El propio artista decía que, de no haber sido escultor, hubiera sido “marinero, era un apasionado de la mar”. Realizó toda su producción sin ayudantes, desde el dibujo hasta la talla final, y trabajó todo el proceso: tanto la arcilla, como la escayola como la piedra o madera. Su entrega era total: “esculpía mientras rezaba”, evocan.

El museo Kresala –“Salitre”– ocupa la que fue la primera casa edificada en la marisma de Zumaia. En sus salas se conservan piezas en todos los materiales y fases de trabajo, además de su bote con el que cruzaba la ría para visitar a Zuloaga. Entre ellas hay una virgen con niño, bustos familiares y los modelos originales de muchas de sus obras religiosas. “La cara de la virgen es la una mujer de Navarra que se encontró en un tren y le pidió si consintiera dejarse dibujar, a lo que ella accedió. El niño era uno de sus hijos. Estamos investigando a ver si podemos dar con la familia de aquella mujer”, apostillan ilusionados.

La familia ha mantenido encuentros con instituciones vascas para asegurar la continuidad del museo y obtener apoyo para ampliarlo, sin éxito. “Nos dan buenas palabras, pero luego se ponen de lado con el tema”, lamentan. Consideran que se invierte más en grandes proyectos internacionales que en poner en valor a creadores locales: “Hay dinero para Estados Unidos, para el nuevo Guggenheim en Urdaibai, pero no para actualizar a un artista del pueblo, el mejor vasco de su época”.

En Kresala se conservan también dos piezas con historia. Una, encargada por el pueblo de Azpeitia, dedicada a un requeté, que fue retirada hace años y ha vuelto al taller donde se creó. La otra, solicitada por el general golpista Moscardó, nunca fue entregada. “Como no se pagó el trabajo, el aitona no lo entregó. Tuvo el valor de hacer frente a un general. Primero evitó a Franco y segundo, se opuso a Moscardó”, destacan sus nietos. Estos descendientes de Beobide visitaron recientemente Cuelgamuros. Allí, les contaron que el franquismo estuvo a punto de incluir una ikurriña en el mosaico de la cúpula de la basílica junto a la bandera española, la de Falange, y la Carlista. “Nos dijeron que están de acuerdo en incluirla a día de hoy, junto a una bandera española republicana a modo de reconciliación”, explican.

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La familia rechaza la demolición o la desacralización de la basílica de Cuelgamuros y defiende su conservación como espacio de memoria y reconciliación. Julio Beobide decía que su cristo “era su manera de ayudar en la reconciliación entre los enfrentados en la guerra”. “Estamos en contra de dinamitar aquello. Con respeto se puede mantener para los dos bandos. Las esculturas de los soldados ubicados unos frente a otros tienen la misma calidad y dignidad, sin poner a unos de buenos y a otros de malos. Es decir, nos consta que no hay diferencias entre los restos de los caídos de ambos bandos. También valoramos y agradecemos la labor de los monjes benedictinos que guardan ese lugar y rezan por todos”, apostillan Xabin y Jon Mikel Beobide. Sobre la construcción de Cuelgamuros manifiestan lo siguiente. “Nos contaron que, Cuelgamuros además de hombres libres también lo hicieron prisioneros de guerra, pero que estos estaban bien, porque cada día les conmutaban la pena: un día trabajado eran seis de conmuta, y además les pagaban y vivían en buenas casas. Algunos querían seguir yendo a trabajar una vez acabada su pena”, aseguran quienes creen que cualquier intervención en el templo franquista “debe ser consensuada con los artistas involucrados en su construcción ya que más allá de lo que se piense de ese lugar, es un recinto que alberga un tesoro artístico innegable”.

A juicio de la opinión de estos descendientes, Julio Beobide no buscó reconocimiento ni favores. “Fue un místico del oficio, un hombre que hizo compatible la fe, el trabajo y la conciencia nacional vasca. En vida, rehuyó protagonismo; después, el olvido institucional lo cubrió con un silencio prolongado. No está olvidado por el pueblo. Está tapado por las instituciones”, concluyen.