Tras la caída de Euskadi en el verano de 1937, las fuerzas sublevadas comenzaron una estudiada campaña de represión y control ideológico. El objetivo era borrar todo rastro de los avances logrados durante la Segunda República y exaltar el “Glorioso Movimiento Nacional” mediante un discurso patriótico uniforme. Para ello, se eliminaron del espacio público los vestigios de la guerra: el duelo de las mujeres por sus seres queridos, la devastación ocasionada por la guerra y, sobre todo, aquello que recordaba otras posiciones ideológicas.
Esta política de terror se implantó deliberadamente para llevar a la sociedad civil a la inacción. El hambre, las expropiaciones, la represión económica, las redadas en espacios privados, la persecución ideológica, la violencia física y psicológica, así como la maquinaria propagandística y de censura, configuraron una nueva sociedad controlada por el régimen; donde los espacios públicos y privados se convirtieron en espacios de dominación. En este contexto, la escuela se convirtió en una herramienta clave para la domesticación femenina y la represión cultural. A través de ella se buscaba crear una “conciencia nacional”, inculcando desde la infancia los valores oficiales del régimen. Según José Ángel Ascunce, esto se hacía con el fin de que las personas educadas bajo el nuevo sistema llegaran a identificarse con los intereses del régimen.
Para comprender el retroceso pedagógico que supuso el franquismo, es necesario recordar el contexto educativo de las décadas previas, cuando existían iniciativas locales que sí apostaban por una educación más inclusiva y respetuosa con la pluralidad sociocultural de Bizkaia.
A comienzos del siglo XX, Bizkaia se enfrentaba a un alto índice de analfabetismo, sobre todo en zonas rurales. Como respuesta, en 1920, la Diputación Foral impulsó el proyecto de Escuelas de Barriada, junto con autoridades locales, vecinos y familias que apoyaron el proyecto para extender la escolarización en estos entornos, respetando la diversidad lingüística y promoviendo el uso del euskera.
Esta política educativa se adaptaba a la realidad social rural, pero los cambios políticos con la llegada de la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera restringieron el euskera a un uso oral. Durante la Segunda República (en Euskadi, 1931-1937), se recuperó el impulso reformista con una educación laica, pública, gratuita y mixta, que aspiraba a formar una ciudadanía crítica. Sin embargo, la victoria franquista truncó este avance, imponiendo una educación centralizada, católica y nacionalista.
Represión lingüística y cultural
La represión lingüística en el País Vasco se manifestó en la eliminación de cualquier referencia al euskera y la cultura vasca en los materiales escolares. Se sustituyeron nombres vascos por equivalentes castellanos (por ejemplo, Miren Begoña por María), con el objetivo de construir desde la infancia una identidad española unificada y subordinada a la moral católica, suprimiendo así la diversidad cultural. Bajo el lema ¡España, una!, el régimen impuso el uso exclusivo del castellano y eliminó todo vestigio del nacionalismo vasco (como el uso de los colores de la ikurriña), y el uso del euskera, especialmente en zonas rurales donde el euskera era la lengua materna de los ciudadanos.
Un ejemplo es el titular publicado en el diario Unidad en Donostia en 1936: “Si eres español, habla español”. Toda una declaración de intenciones tras la ocupación de Otxandio. Sin embargo, la resistencia cultural se mantuvo en esta época en el exilio y en ámbitos privados. En el hogar, muchas madres jugaron un papel crucial en la preservación del euskera y los valores culturales propios, transmitiéndolos a sus hijos como forma de resistencia, ya que era su propia identidad cultural.
Depuración del profesorado: la eliminación del pensamiento libre
Desde junio de 1937, el franquismo llevó a cabo una “purga sociopolítica” del profesorado mediante las Comisiones Depuradoras de Instrucción Pública, apartando a quienes consideraba “desafectos”. Esta depuración no solo fue una forma de castigo, sino también una estrategia para sustituir a las docentes republicanas –defensoras de una educación laica y emancipadora– por profesoras alineadas con el nacionalcatolicismo. Para ello, el régimen trasladó maestras desde otras regiones a Euskadi, mientras que las locales eran marginadas, empobrecidas y apartadas del sistema. La represión funcionó como advertencia a posibles disidentes, especialmente en zonas con fuerte oposición al franquismo, como Bizkaia.
La educación de las niñas quedó exclusivamente en manos de maestras, en aulas segregadas por sexo. A través de la Orden de 1 de mayo de 1939 el sistema basado en la coeducación quedó totalmente prohibido por considerarse “contrario enteramente a los principios religiosos del Glorioso Movimiento Nacional […]” Además, se modificó el entorno escolar para reflejar la estética del régimen: crucifijos, retratos de Franco y símbolos fascistas ocuparon las aulas. La escuela se convirtió así en un instrumento clave de control ideológico, y reproducción de las jerarquías sociales impuestas por el nuevo Estado.
Sin embargo, esta represión ideológica en la escuela no solo afectó a maestras sino a las niñas que allí estudiaban como podemos ver gracias a las multas recogidas en el Archivo Histórico Foral de Bizkaia (AHFB-BFAH) que muestran la complicidad de los ciudadanos con el régimen al denunciar a niñas por no cantar “el himno a la bandera”. Esta política de delaciones entre vecinos es lo que la historiadora Ángela Cenarro ha denominado como “ruptura de la sociedad civil”, e hizo que el miedo se extendiera entre la población porque no se sabía quién podía llegar a escuchar y denunciar.
Un currículo supeditado al rol social de la mujer
La enseñanza se organizaba en planes diferenciados para niños y niñas, promoviendo desde la infancia una división rígida de roles de género. Las niñas eran educadas específicamente para convertirse en amas de casa, mediante materias como Labores, Economía doméstica o Catecismo, que reforzaban un modelo de feminidad pasiva, obediente y religiosa. Esta orientación limitaba su desarrollo intelectual y excluía cualquier posibilidad de participación en la vida pública. Así, la educación fue utilizada como herramienta de adoctrinamiento ideológico y represión de género, con una clara orientación hacia la construcción de un único modelo de identidad femenina: sumisa, católica y centrada en el hogar. Este ideal, heredado del siglo XIX, se consolidó en las figuras del “ángel del hogar” y el “ángel cuidador”, reforzados por la influencia de la Iglesia Católica franquista, y por la Sección Femenina, que promovía referentes literarios como La perfecta casada o La formación de la mujer cristiana para modelar a la “mujer ideal”.
Desde el inicio de la Guerra Civil, el régimen instauró uno nuevo modelo basado en el nacionalismo español y el nacionalcatolicismo. Se incorporaron asignaturas como Religión, Historia Sagrada y Formación del Espíritu Nacional, mientras que los manuales escolares eran censurados para eliminar contenidos científicos o igualitarios.
En cuanto a la legislación educativa franquista, la Ley de 17 de julio de 1945 sobre Enseñanza Primaria institucionalizó esta visión. El artículo 5 establecía que la educación debía inspirarse en el sentido católico, respetando el Dogma, la Moral Católica y el Derecho Canónico. Por su parte, el artículo 6 destacaba como objetivo principal de la educación la Formación del Espíritu Nacional, promoviendo un “espíritu nacional fuerte y unido” y “el orgullo por la patria, en consonancia con las normas del Movimiento”.
Además, la censura educativa no se limitó a cuestiones políticas o religiosas: se aplicó rigurosamente a todo lo relacionado con el rol de la mujer. Se eliminaron contenidos que mostraran a mujeres trabajadoras, o con presencia pública. En su lugar, se promovieron manuales que exaltaban el modelo de mujer madre y esposa, y se vigiló estrictamente la moralidad en textos, imágenes y temas escolares. La educación femenina fue, por tanto, un instrumento de represión simbólica, cuya violencia se justificaba como una forma de “purificación” por transgredir los estereotipos de género impuestos.
La Sección Femenina (SF) complementaba el adoctrinamiento escolar con una formación paralela centrada en la preparación para la maternidad y el hogar. Mediante asignaturas como Formación del Espíritu Nacional y revistas como Consigna, Medina o Y, reforzaban una visión de la mujer inferior al hombre.
La SF creó las Escuelas de Hogar y el Servicio Social Femenino, obligatorio desde 1941 para las alumnas de Secundaria, enseñaba costura, higiene y cuidado infantil. Superar este curso era necesario para trabajar, obtener el pasaporte o sacarse el carné de conducir (esto sería años después). Sus actividades formativas se extendían a campamentos de verano ya que aspiraban a llegar a mujeres y niñas de todas las clases sociales, reforzando los valores del régimen con apoyo de una propaganda omnipresente.
Silencios, resistencias y memorias
Aunque el aparato franquista creó una escuela dogmática, sexista, clasista y reaccionaria, la realidad cotidiana estuvo marcada por silencios y resistencias. Algunas maestras mantuvieron una pedagogía más humana, y en el seno de muchas familias vascas, el euskera siguió transmitiéndose en el ámbito privado. Hoy, gracias a investigaciones historiográficas y documentos archivísticos, es posible recuperar las voces y las vivencias de las mujeres que fueron silenciadas.
La autora: Begoña Garrido. Es doctora en estudios culturales por la Universidad de Reading, especializada en el ‘primer franquismo’. Actualmente trabaja en la investigación y divulgación de la memoria histórica.