A las y los conductores de Bizkaibus les han colocado en el autobús un pequeño oráculo moderno. Ya no es el espejo retrovisor el que devuelve la conciencia, ni el semáforo en rojo como advertencia moral, sino una boquilla de plástico que exige un soplido limpio antes de permitir que el motor despierte. Si el aliento trae resaca, el vehículo se queda mudo, como una bestia sensata que se niega a obedecer a un amo torcido.

La noticia ha llegado envuelta en el lenguaje aséptico de la seguridad vial, pero en el fondo habla de algo más antiguo: la eterna pelea entre el deseo y la responsabilidad. El alcohol, ese dios menor de la alegría y del naufragio, siempre ha tenido mala relación con el volante. Ahora se le pone una puerta automática. No pasa. Y punto.

Hay quien verá en este control de alcoholemia una humillación preventiva, una sospecha generalizada, como si todos los chóferes fueran culpables antes de soplar. Otros lo celebrarán como una victoria de la prudencia, una vacuna contra la tragedia. Yo imagino la escena a primera hora de la mañana, cuando Bilbao aún bosteza y la lluvia hace su trabajo de siempre: el conductor sube al autobús con el café todavía temblándole en la mano, introduce la llave, sopla, y en ese gesto mínimo se juega una ética pública.

Porque ese soplido no es solo aire. Es la noche anterior, es la decisión de decir basta a tiempo, es la renuncia a la última copa cuando al día siguiente hay un autobús lleno de vidas que esperan puntualidad y pulso firme. En ese instante el conductor deja de ser un individuo para convertirse en un puente. Y los puentes no pueden permitirse mareos. Vivimos en una época en la que la confianza ha sido sustituida por sensores. Antes bastaba la palabra; ahora hace falta un pitido electrónico que certifique la sobriedad. Puede parecer triste, pero también es profundamente humano: hemos aprendido, a base de golpes, que la tentación no siempre sabe retirarse a tiempo.