"¿No es increíble todo lo que puede tener dentro un lápiz?". La histórica cita es de Guille, personaje del dibujante argentino Quino, y hermano pequeño de la utópica Mafalda. La mina de un lapicero, sin embargo, no es suficiente para bosquejar con precisión la biografía de Pablo Benítez Castellanos, joven de 95 primaveras que reside en el barrio bilbaino de San Ignacio tras dificultosas tribulaciones que con una sonrisa y lágrimas aún testimonia.

Se imprimen hoy por primera vez sus memorias en prensa, aquí, la de un niño que vivió en el Palacio Güell de Gaudí de Barcelona, célebre edificio modernista en el que nació su hermano Luciano. La del hijo de un comandante republicano español llegado al mundo en geografía toledana de Madridejos. La de un varón que recaló en Madrid, Barcelona, Francia, URSS, Castelló, Barakaldo, Burtzeña y finalmente en la capital de Bizkaia. La de un inocente infante que perdió a su madre en un andén mientras su corazón se acababa congelando entre copos de nieve. “¡Con mi vida, Almodóvar podría hacer una película!”, asiente sin pestañear y con la tranquilidad de la resiliencia destapa a DEIA su vida despertada el 2 de marzo de 1930.

Hijo de Isidra Castellanos, y de Fulgencio Benítez, militar comunista profesional, la guerra lo atrapó con seis años en Madrid, donde su padre estaba destinado, un cordobés que se incorporó al Ministerio de Defensa para arriesgar su vida con el objeto de garantizar la legitimidad de la Segunda República. “Mi padre quería luchar por mantener lo que el pueblo había decidido en urnas”, levanta un dedo índice.

Su progenitor participó en la defensa de Madrid y en los principales escenarios de guerra como la icónica Belchite, Brunete o batalla del Ebro. Ascendió hasta el grado mayor de comandante. Se exilió en la URSS, donde profundizó sus conocimientos militares. Fue oficial de guerrilleros soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial. A su término, aquel que formó parte de la 11ª División comandada por el legendario republicano General Líster trabajó como electricista en una fábrica de Moscú, donde falleció casualmente el día de la República, el 14 de abril de 1962.

Aquel militar había refugiado a su familia en suelo libre aún de fascismo, en Barcelona. “Gaudí, como era franquista, se marchó del palacio, donde vivimos un tiempo y donde nació mi hermano, Luciano, el 13 de enero de 1939”. La guerra estaba a punto de acabar y de vomitar el franquismo. “Yo tenía 9 años y allí había unas lámparas y tapices preciosos. Un balcón daba al mar, desde el que veíamos los aviones chatos republicanos”, evoca orgulloso.

Un coche militar con tres comandantes les trasladó a Francia. “Milicianos anarquistas de la FAI con uniformes negros y rojos nos pararon, nos mandaron bajar y dijeron que el coche quedaba requisado, pero nuestro chófer sacó una documentación y nos dejaron proseguir”. En el camino, vio a un hombre tirar su maleta al río “porque no podía más”, y cómo su propia madre hizo pañales con sus enaguas para su bebé de 15 días. “Viajaba solo con una bata”.

En la aduana, enculatados, fueron internados en los barracones de madera del campo de Argelès-sur-Mer donde dormían sobre paja y comían a diario lentejas. “Los senegaleses encargados del orden llegaban a disparar y matar”, apostilla. Su padre estaba en Perpiñán y gestionó que la madre y los tres hijos fueran a París en un camión de patatas. “A mi padre, los franquistas le hicieron un juicio sumarísimo sin su presencia y le dictaron tres penas de muerte por lo que el secretario del PC en el exilio lo reclamó y fue llamado a la URSS”.

Ellos fueron los siguientes en viajar al gigante soviético, a bordo del navío María Ulianova, nombre de la madre y de la hermana de revolucionario Lenin, partiendo de El Havre. “El barco era un paraíso”. A continuación, Pablo retiene respiración, cierra los ojos y llora. “Siempre se emociona cuando nos cuenta lo bien que fueron recibidos en Leningrado”, aporta su hija Gloria que le escuda con cariño en ese momento.

Pablo Benítez. I. GORRITI

Benítez, aliviado, retoma la voz. “Fue maravilloso. Esto no se puede contar, hay que vivirlo”, se contiene de nuevo. “Aquellas banderas de la república, los pioneros nos daban chocolate, tenían traductores para nosotros y fuimos en autobús a Rostov, donde mi padre estaba trabajando en una fábrica de cañones. ¡Menudo abrazo nos dimos! ¡Fue un acontecimiento!”, sonríe esta vez quien iría cambiando de residencia por escenarios también hoy de guerra en Ucrania. La Segunda Guerra Mundial detonó la calma y les condujo a situaciones como a “tener que estudiar a bajo cero”. Su padre se unió al Ejército Rojo y llegó a teniente. Su madre evacuó con la crianza. “Se bajó en una estación a por leche para mi hermano. El tren arrancó sin ella y corrió hasta agotarse y con el frío murió congelada en la nieve”. Fulgencio, informado, se presentó uniformado y culpabilizó al coordinador del viaje. “Si hubiera sido tu esposa, hubieras bajado y la hubieras acompañado, pero como no era… Vas a tener suerte de que tenga tres hijos, porque si no te pegaba dos tiros por abandonar a mi mujer”, le recriminó. Isidra está enterrada en Alma-Ata, actual cartografía de Kazajistán.

“Mi padre nos contó en Saratov lo ocurrido y lloramos todos juntos. Nogueira, un señor casado y con dos hijas se hizo cargo de mi hermano pequeño, que no tenía edad para estar en la casa de niños”. Al acabar la guerra, fueron evacuados. Vivieron cómo diecisiete menores de edad habían sufrido disentería y tuberculosis por comer nieve. Con 13 años, Pablo vio “en un sótano con bombillas tenues hileras de muertos en pelotas en literas de madera y con una etiqueta atada a un dedo gordo del pie con su identidad. Los cosían, los vestían y nosotros los enterrábamos a medio metro de la tierra helada”, enmudece y narra más terror: “Un cuerpo no cabía en la caja de carpintero y se le enterró con los pies fuera. No había nadie y nos tocaba a nosotros, personas, cerdos, camellos, caballos… A un caballo le poníamos estacas al cuerpo porque se caía y no murió”.

Mientras, su padre custodiaba el Kremlin y un prisionero español de la División Azul le suplicó ayuda. “No hizo nada por él porque habían luchado con los nazis. Debía pagar sus consecuencias”, estima quien conoció en Rusia a la vizcaina Dolores Ibarruri, Pasionaria, quien “tomaba en brazos a los españoles más pequeños, y nos daba paquetes de cacahuetes”.

Mientras seguía estudiando se enamoró de Margarita Álvarez, de Bilbao. “La distancia hizo que me dijera ‘hasta luego Lucas’. Y sé que se casó en Madrid”, agrega. El amor volvió a llamar a su puerta, del corazón de Paula Hernaiz Ibañez, de Barakaldo. Se casaron en Rusia por lo civil. “Yo soy ateo. En la URSS, aprendí en mi niñez y estudios ir en contra de la iglesia”.

Un barco bautizado Crimea les trasladó a Castelló. “Vinieron a buscarnos familiares de mi mujer, nadie más. Nos trajimos lo que aquí no tenían: lavadora, frigorífico, aspiradora… Mi padre seguía en Rusia. Si venía, lo mismo le fusilaban”. Arribaba a Euskadi de una sociedad tan avanzada que le trajo problemas. “Fui a una farmacia a comprar preservativos y me dijeron que no vendían, que eso era pecado”. También los tuvo con su familia política. “Llegué a dormir en el portal de mis suegros con mis pertenencias. Era el año 57 y esto era tercermundista”.

Pablo, quien aún retiene su ruso hablado, escrito y cantado, así como completos poemas de memoria de literatos como Lorca o Espronceda, logró empleo en La Naval de Sestao y fue requerido por las autoridades franquistas para tratar de sonsacarle revelaciones sobre la URSS que él, a pesar de haber sido conductor de trenes, nunca suministró. A la sazón, sonríe a sus 95 años vividos, sobrevividos, con situaciones extremas que le podían haber llevado a perder su salud mental.

Un triste ejemplo más fue la pérdida de su hermana. Fue su cuñado Normato quien le remitió un telegrama infinitamente doloroso. María había finado al dar a luz a un bebé que también murió. Pablo, gracias a la financiación de su billete de avión por parte de la Cruz Roja, llegó a tiempo al entierro en Taskent, Uzbekistán. “Como era verano tenían a mi hermana en un bloque de hielo para conservarla”. Benítez compareció a tiempo y “volví en tren”, particulariza quien concluye con una pregunta al periodista: “¿Tú sabes lo que es el amor de una madre?”, cuestiona y lamenta en su réplica: “Pues yo no. Es la carencia que tengo de por vida”.