Desde la antigüedad, toda guerra ha contado con uno o varios hitos destacados por cronistas o por el acervo popular, que sirven tanto para explicar lo ocurrido como de elementos moralizantes o exaltadores del líder o la patria. Una batalla, un asedio o una figura que resultara en salvador o mártir son los preferidos por la historiografía para dar contexto o resumir esos eventos. Yo, sin embargo, encuentro en la letra pequeña de la historia lo más próximo a lo que podríamos definir como verdad, no comprendiendo el gran evento sin los correspondientes hechos secundarios que, generalmente, suelen omitirse por deslucir, cuando no desmentir, el relato de héroes y villanos, de blanco y negro.

Si nos centramos en la Guerra Civil española en Euskadi, posiblemente uno de los sucesos más estudiados y reivindicados de todos los ocurridos ha sido la Batalla de cabo Matxitxako. Dentro de la literatura que se ha nutrido de este suceso, fue la obra De arrantzales a gudaris del mar la que prendió en mí el deseo de contar esa historia pero no, lógicamente, desde el enfoque del documental, sino como novela histórica en su vertiente más comercial, a la par que rigurosa. Aproximadamente quince años después de conocer por primera vez esos hechos, publico, a finales de este 2024, El Vendaval, una obra que busca rendir homenaje tanto a la memoria y actos de los protagonistas como a la pura verdad de sus acciones.

A grandes rasgos, esta batalla fue un enfrentamiento naval que tuvo lugar el 5 de marzo de 1937 en aguas del Golfo de Bizkaia, entre el crucero pesado faccioso Canarias y cuatro bacaladeros –aunque en la práctica, los combatientes serían dos– que el Gobierno Vasco, sito en aquel tiempo en Bilbao, incautó y artilló para que cumplieran funciones de vigilancia y escolta. Fue este un hecho que comenzó a ser exaltado, no sin razón, al día siguiente de producirse, pero con la lógica tendencia a la propaganda de la prensa de la época que buscaba, ante todo, mantener alta la moral de la población. En ese contexto, el diario Euzkadi del día 6 de marzo de 1937, señalaba lo siguiente en un artículo titulado El ‘Gipuzkoa’ y el ‘Bizkaia’ burlan al acorazado pirata ‘Canarias’ arrebatándole un buque mercante que convoyaba: “Como un gladiador victorioso, pero herido. Con los cañones desmontados. Con las maderas y la chapa del puente todavía humeantes y con la carga preciosa de sus muertos, el Gipuzkoa llega a puerto. Cuando ancla reina en cubierta un silencio lleno de majestad. El comandante del bou, pálido, mira a la bandera sin arriar y mira a los cadáveres de sus marinos, que consiguieron el heroico empeño de que la enseña no se rindiera”.

Esquema de la batalla del cabo Matxitxako. Juan Pardo San Gil

Pero remontémonos unos meses atrás. El 10 de noviembre de 1936, el número 33 del Boletín Oficial del País Vasco publicaba un decreto por el cual se creaba el Voluntariado de personal de mar, al que podían pertenecer todos los inscritos marítimos, de cualquier categoría profesional y clase, que hubieran navegado o dedicado a las faenas profesionales de pesca durante un periodo mínimo de seis meses (Artículo 1º), así como la incautación de todas las embarcaciones auxiliares de la Armada y dotaciones de las mismas que operaran en aguas del País Vasco y hubieran sido o pudieran ser incautadas, quedando bajo la autoridad superior del consejero de Defensa del Gobierno de Euzkadi (Artículo 7º). El llamamiento fue un éxito, recibiéndose más de 3.000 solicitudes para tan solo 300 plazas, la mayoría tanto de hombres afiliados o simpatizantes del PNV como pertenecientes al sindicato nacionalista Solidaridad de Trabajadores Vascos. Respecto a los buques, fueron requisados varios bacaladeros de la compañía PYSBE, que pasaron a depender directamente de Joaquín Eguía y Unzueta, jefe de la Marina de Guerra. Cuatro de aquellos barcos pesqueros, denominados bous, fueron renombrados como Bizkaia, Gipuzkoa, Donostia y Nabarra. Todos ellos fueron artillados con ametralladoras antiaéreas y dos cañones de 4 pulgadas o 101,6 mm, uno a proa y otro a popa, que se retiraron de las bandas de babor y estribor del acorazado Jaime I. El lehendakari Aguirre, como máximo responsable de Defensa, mantuvo los mandos nombrados por la República a través de las Fuerzas Navales del Cantábrico, salvo en el Bizkaia, cuya capitanía recayó en el bermeotarra Alejo Bilbao.

Conformado pues, el grueso de la Marina de Guerra, los bous se dedicaron, como hemos dicho, a labores de vigilancia y escolta de buques procedentes de Baiona con destino a Bilbao, los cuales portaban provisiones, material de campaña o para obra civil, así como refugiados. Desde su alistamiento y bajo estricta jerarquía y disciplina militar, las dotaciones de estos buques se enfrentaron a diversas peripecias, siendo las más destacadas los encuentros con buques alemanes como el Palos, el Pluto o el crucero Königsberg, hasta que el día 3 de marzo, los mandos de los bous recibieron dos sobres cerrados que contenían la orden de operaciones nº 42.

Su misión, junto con el destructor republicano José Luis Díez, de infausto recuerdo, sería escoltar hasta Bilbao al mercante Galdames, que transportaba 163 pasajeros. Casi al tiempo de zarpar los bous, el crucero pesado faccioso Canarias, que recientemente había abandonado Ferrol rumbo a Gibraltar, recibía radiograma del almirante jefe del Estado Mayor de la Armada para interceptar al mercante republicano Mar Cantábrico el cual, procedente de México y cargado con material de guerra y víveres para la República, se dirigía a uno de los puertos rojos del Cantábrico. Sus órdenes serían vigilar la recalada de buques en Bilbao, mientras que el España y el Ciudad de Valencia, harían lo propio en Santander y Gijón. El destino terminaría de ponerse contra los bous vascos y el mercante republicano al desatarse un violento temporal del oeste, acompañado de lluvia y gruesa marejada. El Galdames era escoltado por babor por el Gipuzkoa y el Bizkaia, mientras que, por estribor, lo acompañaban el Nabarra y el Donostia. La galerna y el viento frontal hicieron que el mercante se desviara rumbo noroeste, hacia mar adentro, arrastrando consigo al Nabarra y al Donostia, que lo siguieron en su deriva. Rota la formación y partido el convoy, quedaba lo peor por llegar.

El lehendakari Aguirre y consejeros, en la balconada del Hotel Carlton de Bilbao. Deia

Entre la niebla, el Gipuzkoa y el Bizkaia divisarían al amanecer del día 5 al crucero pesado rebelde. No puedo trasladar aquí todo lo ocurrido entonces pero baste decir que, tras declarar el Gipuzkoa el zafarrancho de combate, sufrir en la lucha cinco muertos y doce heridos, y quedar seriamente dañado, su capitán, el donostiarra Manuel Galdós, y el primer oficial, Jesús de la Quintana, se conjuraron para irse a pique antes de rendirse y entregar el buque. Por fortuna, pudieron acercarse lo suficiente a la costa para quedar bajo la protección de las baterías de Punta Galea, cuyos cañones pusieron en fuga al Canarias. Los rebeldes también sufrieron una baja en la persona del guardiamarina José María Chereguini, el cual fue alcanzado en ambas piernas por una granada sin explotar, muriendo desangrado en la enfermería del buque. El Gipuzkoa logró entrar a duras penas en el Abra, incendiado y casi destruido, mientras que el Bizkaia aprovechó para apresar al mercante Yorkbrook, que había sido capturado por el Canarias, retirándose a Bermeo.

“Hundir antes que entregar”

Pero el nuevo rumbo del Canarias hizo que se topara con el resto del convoy, formado por el Nabarra, el Donostia y el Galdames, iniciándose nuevo y cruento combate, ocasión que aprovechó el destructor republicano, José Luis Díez, para desertar rumbo a Francia con la falsa excusa de una avería en la sala de máquinas. La lucha entre el Canarias y el Nabarra duraría cerca de dos horas. Un marino del bando sublevado, testigo del suceso, escribió: “El mar está alborotadísimo, lo que dificulta extraordinariamente nuestro tiro y el del enemigo. Hay que reconocer que la tripulación roja se está portando maravillosamente y demuestran ser unos excelentes artilleros” (José Luis Paz Durán, 28 meses a bordo del ‘Canarias’ 1936-1939, Edicios do Castro). Durante aquellas dos horas, el bou vasco no dejó de disparar sus cañones mientras sufría un incesante bombardeo y era regado de metralla, hasta que ambas piezas resultaron inutilizadas. Ese hecho, un feroz incendio a bordo y la imposibilidad de quedar bajo el amparo de las baterías de La Galea, pues el Canarias le cerró el paso hacia la costa, hizo que el capitán del Nabarra, el murciano Enrique Moreno Plaza, diera orden de abrir las válvulas de fondo e inundar el buque. Si “morir antes que entregar”, fue la consigna en el Gipuzkoa, “hundir antes que entregar” fue la de los del Nabarra. Veinte marinos saltaron a los botes y fueron recogidos por el Canarias, no así, entre otros, el capitán Moreno; su primer oficial, Ambrosio Sarasola, o el segundo, José Javier Olaveaga, el cual reconoció al tercer oficial, Javier Basarte, que para que le mataran en tierra, lo mismo le daba morir allí. A bordo fallecieron ese día 29 hombres.

Tripulación del bou ‘Nabarra’. Museo Plentzia

Los supervivientes fueron trasladados a la cárcel de Ondarreta, en Donostia, donde les aguardaba un consejo de guerra y la más que segura pena de muerte. Allí coincidieron con Jean Pelletier, un aviador francés en la reserva, cuyo testimonio resulta de un inestimable valor y apenas ha sido reconocido en las obras que tratan sobre la Batalla de Cabo Matxitxako y sus protagonistas: “He conocido en el patio a los fornidos mozos, marineros del Navarra […] En la época en la que mi suerte iba mejorando, otros, y principalmente los marineros del Navarra, recorrían un calvario, repetición del mío. Yo, por lo menos, había recibido algunos socorros del consulado francés. Ellos no recibían nada. Y los muchachos del País Vasco, de 18 a 30 años, sólidos, francos, valientes, seguían dignos ante la derrota, como lo habían sido en la lucha […] Hablaban abiertamente de la República y no temían a los que pudiesen acusarlos, y resueltamente decían, aún delante de sus guardianes o de los requetés: “No deseamos más que una cosa: oír las ametralladoras de los nuestros, triunfantes, cuando nosotros seamos fusilados”» (Jean Pelletier, Seis meses en las prisiones de Franco, Crónica de hechos vividos. Edición de la oficina de prensa al servicio de la república española, Buenos Aires, 1938, pp. 123-124).

El actor británico Ed Harris dijo en la magnífica Cromwell: “Todo el que se lanza a una guerra cree que Dios está de su parte y Dios debe de preguntarse a menudo quién es el que está con Él”. Yo, en la novela El Vendaval, intento humildemente, a través de la letra pequeña de la historia y con todas las licencias de una obra de ficción, ponerme del lado, no de Dios, sino de esa cosa que hoy, a pesar de estar en boca de todos, temo que se encuentra más sola que nunca, y que acostumbramos a llamar verdad.

El autor: Aritz F. Urchaga

Bilbao, 1979. Novelista, guionista y presidente de la Asociación Medievalista de Vizcaya. Con anterioridad ha publicado las novelas ‘El Mar de los Renegados’ y ‘Olvidado temor de Dios’.