Dos abuelas en tiempo de guerra y, peor, en días de posguerra. Esther y Angelita fueron dos personas anónimas que merece la pena traer al presente y no solo eso, sino descubrir sus devenires a toda la sociedad por primera vez. Merece la pena conocer cuánto sortearon, cuánto consiguieron. Tanto ellas como aquellas personas que estuvieron a su lado.

Angelita Lafuente.

En sus vidas se cruzan una denuncia falsa, exilio, un familiar escondido en una vivienda durante seis años, otro que sufrió cárcel durante ocho años, muerte de una lactante, coraje e, incluso, oposición férrea a los franquistas por la que se jugaban la vida y la de sus menores.

Amaia Gómez es nieta de las dos abuelas, madres entonces, protagonistas en DEIA hoy. Primero, aporta su testimonio sobre Esther Cuervo Morchón. Esta bilbaina estaba cosiendo el vestido de novia de su hija. “Era blanco con cuello de barco y falda de princesa envuelta en tul. Lo hacía con gran ilusión al tiempo que recordaba dónde había nacido. Iba a casarse en mayo”, relata desde el cariño.

Llegó al mundo en un pueblo del Estado francés en 1937. Había llegado allí, exiliada en un barco huyendo de la guerra militar de 1936 surgida tras el golpe de Estado protagonizado por militares españoles antidemocráticos. “Iban con dos hijos muy pequeños”. Cuando pudo, aquella mujer regresó a Bilbao con los menores. Fueron años –según aporta la nieta– muy duros en los que no se sintió apoyada por su pareja, más bien todo lo contrario.

“Consiguió sacar a sus hijos adelante sola, cosiendo para familias económicamente bien situadas. Confeccionaba vestidos a medida. “Esther fue más que una abuela para mí”, precisa al tiempo que se dispone a dar testimonio sobre la biografía de su otra abuela, Angelita Lafuente Zabala. Esta mujer era madre de dos niñas y un niño de entre cuatro años y tan solo unos meses de vida.

Había contraído nupcias con José Gómez Zugazagoitia, dueño de una empresa que en aquel momento funcionaba muy bien. Teniente del Ejército republicano, llegó a ser capitán. Era uno de los componentes del Estado Mayor del Gobierno de Euzkadi. El matrimonio tenía dos hijas y un hijo. Tuvo una hija más en 1937 que tan solo vivió unos meses. “Mi abuela tuvo que huir mientras su marido estaba en el campo de batalla. Consiguieron llegar a la Catalunya republicana junto a una amiga, Julia, que tenía hijos pequeños también”.

Cuando los franquistas tomaron el pueblo, estos pidieron a los pobladores que sacaran sábanas blancas a sus balcones y ventanas en señal de rendición. “Julia decidió colgar unas sábanas rojas. Mi abuela trató de conseguir que no lo hiciera, de lo arriesgado que era aquella provocación. A Julia le importó poco el argumentario de mi abuela acerca del peligro que corría la vida de sus hijos o la de ellas mismas. Cuando llegó un oficial y descubrió a las dos mujeres, les trató con altanería y les amenazó con fusilarlas”. Según pormenoriza, otro oficial intercedió por ellas diciendo que quizás se habían confundido colgando aquellas sábanas coloradas. “Que tal vez no habían entendido bien teniendo a aquellos pequeños a su cuidado. Salvaron la vida por la compasión de aquel militar”, apostilla.

Confinado en la vivienda

Pudieron volver a Bilbao, sin tener que exiliarse en el extranjero. No obstante, se encontró con su casa cerrada y la empresa de su marido decomisada. Así las cosas, se acercó a casa de sus padres y estos le informaron de que su hermano Juan estaba escondido en la vivienda, al que los franquistas buscaban con el objeto de ser fusilado por una falsa acusación. Y que estos facciosos también habían preguntado por ella con el intento de ser encarcelada debido a que en el coche de la familia se habían transportado armas.

Y todo ello, porque Gómez había puesto a nombre de su mujer el vehículo, a pesar de que ella no conducía. Angelita encontró una salida escondiéndose en el monte. Fue acogida en el caserío de unos amigos. “Hacía tanto frío que Aurelita murió allí mismo. El dolor de mi abuela fue intenso, no pudo hacer nada por salvar al bebé”, lamenta Amaia.

Gracias a un amigo de la familia, abogado de oficio y que era monárquico, pudieron demostrar de algún modo que ella que no tuvo nada que ver con el transporte de armas en aquel coche durante la guerra. Por aquella vía, pudo retornar a la casa de sus padres donde aún continuaba su hermano escondido.

Dado que los niños podrían decir algo sobre el tío, hacerlo de forma inocente, la abuela optó por llevar a los dos mayores a la Casa del Amor Misericordioso que acogía a menores huérfanos o sin recursos. “Sintió que su alma se desgarraba cuando los dejaba allí, pero la vida de Juan estaba en juego”. Entonces, la niña mayor, María Ángeles, cayó en gracia a unas monjas porque era inteligente, obediente y estudiosa. El mediano, Joseba, fue separado de su hermana. “Lo llevaron a otro Amor no tan misericordioso, donde maltrataban a los hijos de los rojos. No les daban casi comida y no les vestían con las ropas que sus familiares entregaban. Tampoco les aseaban”, narra Amaia.

Amor poco misericordioso

Aquellas religiosas consideraban que aquellos menores no eran dignos de ser atendidos. En una ocasión, un abuelo fue a visitar al niño y al verlo tan débil, que casi no podía ni caminar, lo sacó de la institución y se lo llevó dolido y muy indignado. Descubrieron que se estaba muriendo de hambre. “Mi abuela estaba desolada y se volcó con aquel niño. Le explicaron que no podría decir nada sobre el señor que vivía en casa con ellos. De hecho, a la hermana menor, le llegaron a decir que ese señor se llamaba Nadie. “Mi abuela decidió que no podía ser que su hermano estuviera sentenciado a muerte por algo que no había hecho y decidió jugársela e ir a buscar al hombre que le había denunciado. Le obligó a exiliarse en Francia y una vez allí, le hizo firmar unos papeles en los que decía la verdad”, apostilla Amaia.

Aquel niño que las monjas casi dejan morir de inanición tiene hoy 87 años. “Tengo recuerdos a pesar de que tenía cuatro años y aquellos momentos aún me vienen en sueños. Según tengo entendido aquellas monjas no tenían el reconocimiento de la Santa Sede, del Papa, pero sí eran franquistas, además de unas canallas”, denuncia Joseba.

Juan vivió confinado en aquel hogar durante seis años. Otro familiar, Leonardo, sufrió ocho años de cárcel, algunos de ellos en El Puerto de Santa María de Cádiz. Fue apresado y calificado como “rojo separatista indeseable”. Cuando salió en libertad sufrió destierro y afincó su residencia en Arnedillo, desde donde le escribía a la cárcel una mujer que acabaría casándose con él.

El marido de Angelita, el teniente republicano, huyó a México y nunca más regresó. Le dieron por muerto. “Consiguió salir vivo en el último barco que partió de Gijón. Su última misión, fijada por el Gobierno de la República, fue hacer volar los puentes desde Bizkaia hasta Gijón para que los franquistas no pudieran avanzar en el combate. Era nacionalista, de ANV, y se hacía familia con el lehendakari Aguirre, por parte de los Zabala”.

Entretanto, la abuela salió adelante cosiendo y enseñando corte y confección a otras mujeres. “Trabajó muy duro para sacar a sus hijos adelante. Era –detalla Amaia– mi madrina y cuando me visitaba me traía un cuento y una bolsa llena de cacahuetes. Murió con 65 años de un cáncer de mama, justo cuando se iban a jubilar. La recuerdo con mucho cariño. Estoy muy orgullosa de mis dos abuelas. Amor, reconocimiento y respeto para ellas”, enfatiza.

Estas dos mujeres trabajaron, concluye la familia, “en silencio con sencillez, abnegación, en un entorno de posguerra, de transición, voces que transcurridos 85 años, algunos, muchos, aún tratan de tapar y de tergiversar. Estas dos abuelas, sin duda, han sido gente importante”, según valora Koldo Campo, de Radio Popular de Bilbao, en una grabación aportada por la familia.