Arrate, que siempre es una manifestación, una amalgama que mezcla la algarabía, los ánimos, los aplausos, las gentes, los abrazos, el contacto, los bocatas, las mesas de camping, las sillas de playa y las ikurriñas y el buen humor de los buenos tiempos, era un pasillo mudo, sin eco, deshabitado en el bautismo de la Vuelta. Desalojada la subida por el coronavirus, que aísla a las personas. Arrate era una cremallera cerrada sin festejo. Un espacio silencioso donde los jadeos, la respiración, el deslizar de las cadenas, los saltos de corona de los piñones y los sonidos del pinganillo se desperdigaban en la nada. La afición, enclaustrada para protegerse de la pandemia, gritaba desde el sofá de octubre, con la tele como cordón umbilical de una carrera que corre en una burbuja para esquivar el covid-19. Las cuestas de Arrate, lugar de peregrinaje, el altar del ciclismo vasco, no eran las mismas aunque google maps dijera que sí. Pero qué sabe la inteligencia artificial de piel y sentimientos.

En esa distopía, en régimen de aislamiento, gritó su felicidad Primoz Roglic entre los que se destacaron en el amanecer de la Vuelta. "Ha sido una forma maravillosa de empezar. Estoy muy contento. He demostrado que soy capaz de ganar", radiografió Roglic, último y primer líder da la carrera. La victoria premió la ambición del esloveno, que finalizó de rojo en Madrid en 2019 y en Arrate no se cambió de prenda. Roglic, vapuleada el alma en el Tour, es un campeón de cuerpo entero y el primer sastre de la Vuelta. El esloveno, que conocía Arrate porque allí descorchó la alegría de la Itzulia en 2018, interpretó de maravilla la llegada y con un ataque a un kilómetro de meta, su marca de agua, derrotó a Carapaz, Dan Martin, Mas, Chaves, Grosschartner y Carthy, que le tuvieron al lado hasta que Roglic, un cohete en esa distancia, se alejó un par de palmos. Del resto, se olvidó.

Valverde se dejó 51 segundos con el esloveno en una subida. Los mismos que Dumoulin, su compañero. Vlasov se descalabró. 4:31 de retraso. Pinot continuó el hundimiento del Tour. 9:56 de pérdida para él. Ion Izagirre y Chris Froome desaparecieron entre Elgeta y Arrate. Llegaron de rodillas al Santuario. Penitentes a 11:12 del esloveno. En la cumbre eibarresa, rematada con un gran cruz que dicen resuelve los problemas de los que quieren encontrar pareja dando tres vueltas y media a la misma, se anilló al liderato Roglic, un líder sólido, pétreo.

Al baile de máscaras de Arrate se llegó desde Elgeta, donde pereció el aliento de Jauregui, el último rescoldo de la brasas de la fuga que formó con Wellens, Bol, Cavagna y Sütterlin. Alborotado el viento, se removió el pelotón, afilándose en la nuez del cuello de Elgeta, que propuso otra dimensión a la jornada inaugural de la Vuelta. El estrés se instaló en las corrientes de aire del pelotón. Woods se astilló. El canadiense gritó su rabia. Pinot no dijo nada. Se encogió de hombros. Otro lamento tras el Tour. Retorcido sobre sí mismo. Plegado en la incomprensión. También se tachó Ion Izagirre y se descascarilló Chris Froome en su última competición con su equipo. Elgeta fue un calvario para él. El británico perseguía el futuro. Ahora es una fachada triste y un interior desangelado. El brillo de Froome se quedó en aquel muro en el que se estrelló en el Dauphiné de 2019. Aquel terrible accidente le arrancó de lo que era.

Fue conmovedor asistir a la persecución de Froome mientras los costaleros del Ineos hacían palanca para entrar en los soportales de Arrate a la voz de mando de Carapaz. Iván Ramiro Sosa barrió el frente de ataque entre la hojarasca que danzaba con el viento sur loco de octubre. Dani Martínez, que se había caído en el amanecer del día, también dimitió en el caos de Arrate, una guerra abierta entre el Ineos y Jumbo. Kuss, peso pluma, libélula, se erizó. El norteamericano arrastró a Carapaz, Mas, Martin, Carthy y Roglic. Dumoulin, penó con el despegue de su colega. Le acompañó en la letanía Valverde. Junto a ellos, arrastraban los pedales De la Cruz y Guillaume Martin, que perdieron perspectiva en el Santuario, donde Roglic mostró su cruz, el tatuaje que asoma y luce en el antebrazo, y su poderío.

Antes de que el esloveno retomará el mando en la Vuelta, la carrera fue una travesía bajo el cielo de plomo de Gipuzkoa, pintado en la paleta de los tonos grises que tienden a decorar la cúpula de Euskal Herria. Mustio el día, lluvioso en la grisura, escaso de luz y repleto de viento. Bienvenidos al norte. De la bullicioso Irun, la carrera se lanzó hacia Donostia, bella su afrancesada estampa. De allí partió por última vez la Vuelta. Era 1961. 59 años después, o una prejubilación más tarde, las barandillas de La Concha observaron el color del pelotón, una caja de plastidecor que contrastaba con el friso tristón de un horizonte nuboso. Lo animaron Wellens, Bol, Cavagna y Sütterlin y Jauregui, hasta que comprendieron que el inicio de la Vuelta era el final. El principio de Roglic, que se posó sobre el nido de Arrate.