DE una curva, hacia ningún lugar, que en realidad es una invitación a todos los recovecos y los pliegues del camino, asoma una pequeña furgoneta gris. Desde su interior se escuchan unas palabras de ánimo. Con la ventanilla bajada, un vecino, con la txapela puesta y un montón de años recorriéndole la memoria, reconoce a Markel Irizar (5-II-1980, Oñati). El ciclista viste el maillot flúor del Trek, que llama la atención a la mirada, como si a uno le tocaran el hombro y le señalaran la dirección que tiene que seguir. El pantone de su vestimenta es el fulgor de las luces de neón en una noche oscura. Sirve para no perderse. Una brújula para dar con la Itzulia. “Este es el efecto Itzulia, que te aparece un puerto donde nadie piensa, donde nadie cree que puede haberlo. Donde no piensan que pueda haber algo, de repente, un puerto”, sonríe Markel Irizar sobre la aparición de Karakate, la subida inédita enroscada en la última y nerviosa etapa de la carrera. Karakate está emparedado entre Azurki y Asensio. Irizar, enamorado del ciclismo, apasionado de la apasionada afición vasca, “una de las mejores del mundo, sin duda”, intercambia unas palabras con el vecino antes de despedirse y afrontar un puerto que dejará de ser anónimo. El hombre baja desde Karakate hacia Soraluze a través del barrio de Ezozi. A Markel le toca subir.

La vida, con sus subes y bajas. Bien lo sabe Markel Irizar, que superó un cáncer. Lo venció y este curso se despide de la competición. “Sin ser un crack he aguantado 16 años en el ciclismo de élite, seis en Euskaltel-Euskadi y diez años más en diferentes estructuras de Trek”. La gente le quiere y le anima. Bizipoz es un imán. Se lo recuerda la voz cariñosa del baserritarra. En el cruce, una iglesia vigila la estampa, inédita en la Itzulia, la carrera a la que le gusta explorar territorios, terrenos desconocidos y presentarlos en sociedad. “Eso no sale ni en el GPS”, dice Irizar. A la bifurcación se llega dando palos de ciego, tras recorrer en paralelo el río, la garganta de agua que atraviesa Soraluze, encaramado en la montaña. Una vez cruzado el puente para acceder a la localidad y recorrer un puñado de asfalto saludando pabellones, la carretera cabecea para girar a la izquierda. El barrio de Ezozi saluda al forastero para mandarlo hacia Karakate por un tramo de galipote donde el sonido, en un mañana luminosa de primavera, es el de los pájaros y la respiración, de Irizar. Los fines de semana, entre Ezozi y la bocana que escala hacia Karakate, suena a patadas al balón y griterío en la grada. El campo de fútbol se recuesta a un palmo de la ladera.

Apagado el fútbol, varado hasta que se celebre algún gol de regional, manda el ciclismo. La última incorporación es Karakate, una lengua de hormigón de poco más de cuatro kilómetros que ha jugado durante años al escondite, ajena incluso al olfato de los ciclistas, unos sabuesos que siguen todas las pistas. Instintivamente. Solo los lugareños saben que está, que no es ficticio. “Es la tercera vez que vengo para repasar la subida. Pero recuerdo que cuando vinimos la primera vez, no sabía ni que existiera. Yo vivo cerca, a apenas 15 kilómetros de la subida y no lo conocía. Mikel Aristi, que es aún de más cerca, y que vino conmigo aquel día tampoco sabía que existiera”, rememora Irizar, dispuesto a descubrir para DEIA la ascensión tantos años oculta para el público, plegado Karakate en el día a día de la vida de los caseríos aislados, tejidos por el hormigón y la naturaleza que eclosiona. A Karakate, etiquetado el puerto de primera categoría, se reptará en la jornada de cierre de la Itzulia.

carretera estrecha Markel Irizar sube sin pausa pero sin prisa, entre tramos constantes y algunas herraduras que obligan al contorsionismo. El hormigón estruja los tubulares. Los agarra. Lija. Cuesta rodar. En la ascensión no hay más referencias que el cielo arriba y el hormigón bajo la nariz. Algún caserío aparece majestuoso durante una subida aislada, vecinal, atornillada en la última etapa de la carrera vasca, terreno quebrado, abrupto, para quienes se manejan bien en las alturas. “A la Itzulia venimos pocos culos gordos”, expone Markel, que no ha sido un asiduo de la Itzulia por sus características. El perfil aserrado de la Vuelta al País Vasco, cuya imagen de marca es la de un cúmulo de montañas que juega con el nombre de la carrera, no casa con Irizar. Dientes de tiburón. El primer tramo de la subida no muerde en exceso. La carretera es estrecha, para vecinos, familiares y amigos. Un senda de barrio que se incrusta en la naturaleza en el despertar de la primavera. Los árboles, semidesnudos aún, se estiran para alcanzar el sol, que gobierna una ascensión que se retuerce sobre sí misma con otro giro a la izquierda.

Es el momento de la pista de hormigón, de una vereda que se estrecha, donde apenas hay espacio para rodar en paralelo. “Como mucho entrarán tres ciclistas. Aquí la colocación es importante. Si no, costará remontar porque luego, la bajada se hará muy rápida. En eso, la organización ha acertado. La bajada es segura y la subida, complicada”, sugiere Irizar sobre un puerto constante con rampas del 9% y el piso de hormigón. En sus márgenes se espera el festón de la afición vasca para bordar una subida que después abrirá la puertas al desenlace de la Itzulia. Calcula Irizar, que en carrera, el puerto, con un pequeño descanso en la parte final, se digerirá en menos de un cuarto de hora. “Se tardarán unos trece minutos. La gente va muy rápida. Se subirá a 23 por hora o así”, desgrana el oñatiarra, que apostará por un desarrollo de 37x33 para afrontarlo. “Los gallos llevarán un 39x32”, dice tras atender al potenciómetro, el aparato que controla cada pedalada y esfuerzo por Karakate, el efecto de Itzulia.