Acaba el Tour en París, se cierra otro capítulo de su historia, y en el folio en blanco hay más preguntas que repuestas. Nibali es, se quiera o no, un vencedor inesperado que ha ganado cuatro etapas, como Fignon en el 84, y ha sacado casi ocho minutos al segundo, Peraud, diferencias de otro tiempo. ¿Es increíble? Responde él mismo recordando su historia de emigrante, el sacrificio, su amor por la familia y el camino pausado, paciente y paulatino hacia el estrellato. Es duro como un emigrante. Esa es su respuesta. Otra pregunta que le ha perseguido durante las dos últimas semanas: ¿Qué habría pasado con Froome y Contador? ¿Y con Quintana? Para eso no hay respuesta. Jamás la habrá. El tiempo, en cambio, se encargará de aclarar si el relevo generacional que anuncian Pinot, tercero, Bardet, sexto, y Majka, rey de la montaña, se lleva a cabo y si este, es francés. ¿Y volverá Valverde al Tour?

¿Es increíble Nibali?

Cuando entró en los Campos Elíseos, Nibali se fue de viaje. A Sicilia, a su infancia. Se acordó de su padre y los sacrificios que hizo para que su hijo fuera ciclista en el sur, donde la bicicleta era un lujo. “En Brescia, cuando gané el Giro, me dijo: Lo has conseguido. Fue hermoso. Pero el Tour es otra cosa, una suerte de coronación”, dijo ayer antes de sentarse en el trono del ciclismo. Lloró cuando lo hizo y leyó un mensaje escrito esa misma mañana. “Pocas veces he estado tan emocionado en mi vida”. Y pocas veces alguien ha ganado el Tour con esa sensación de facilidad. Las diferencias con el segundo en el Tour son de otra época, de los 50. Las cuatro victorias de etapa, de los 80. Fignon hizo algo así en el 84. “Pero el ciclismo ha cambiado, se nota en los puertos, cuando comparas los tiempos de cada escalada”, proclama Nibali cuando le preguntan, cada tarde de amarillo, por el dopaje, el interrogatorio que pasa cada líder del Tour. “No tengo problemas en hablar de ello para afrontar el problema, pero los periodistas que me preguntan perniciosamente por ello deberían conocer mi historia, mis creencias y mi postura contraria siempre al dopaje”.

Nibali es el primer italiano que gana el Tour desde Pantani. La comparación es inevitable, pero imposible. “No tiene nada que ver”, dice. Y le acorralan entonces: “Usted combate el dopaje y al mismo tiempo admira a Pantani?”. No se inmuta: “Amo a Pantani, pero no tiene nada que ver con la ética. Él me pegaba cada tarde a la televisión. Amaba su coraje”.

En sus exhibiciones en el Tour pocos ven un rendimiento sobrehumano. Su carrera hasta coronarse en París tampoco es meteórica, sino paulatina. Ha llegado subiendo peldaño a peldaño. Despacito. Nibali es paciente. Sabe lo que cuestan las cosas. Es emigrante. Del sur debió viajar al norte para ser ciclista. Tenía 15 años cuando cruzó el estrecho de Messina y abandonó Sicilia. Ese camino le hizo duro pero no generó en su interior la sensación de desarraigo. Todo lo contrario. La distancia hizo a Nibali apreciar lo que no podía tener: la familia, los amigos? En el Tour, más que a nadie, ha echado de menos a Emman, su hija de cuatro meses. Cuando acaba la crono de Perigueux y sella su victoria, les dice a los periodistas: “Ustedes que llevan aquí todo el mes, si tienen hijos saben de lo que les hablo”. Su viaje en el Tour arranca en 2008, cuando es 20º. Luego acaba séptimo en 2009 y tercero en 2012. Antes que nada es podio en el Giro de 2010 y ese año gana la Vuelta. En 2013 conquista el Giro y es segundo en la ronda española. Gianni Mura, periodista italiano de La Repubblica que debutó en el Tour con la muerte de Simpson y vivió la era Pantani y, después, la de Armstrong, piensa que no hay nada increíble en sus demostraciones, “perfectamente humanas”. Lo dice con prudencia. Espera no equivocarse.

Nibali gana el Tour guiado por Martinelli, padre deportivo de Pantani. Él mismo establece las diferencias. “No se parecen”. Martinelli habla de Marco como de un hijo, pero recuerda cómo el destino fatal del Pirata hace que no pueda disfrutar de su éxito en 1998. Un año después el hematocrito alto en el Giro precipita su viaje al infierno. “A Vincenzo, por el contrario, le queda un camino largo de éxitos”, dice Martinelli. Sabe que es duro como un emigrante.

Pregunta sin respuesta

“Dantesco”, titula L’Equipe el día del pavés. La imagen es la de Nibali con el rostro y el maillot amarillo bañados en barro. Las caras de los ciclistas impactan. Son portada en los diarios. El italiano apenas habla tres palabras en francés y hay quien le recomienda que vaya aprendiendo alguna más porque el amor entre el diario oficial del Tour y el corredor es palpable. Se quieren. O se necesitan. Ese día se retira Froome, quien la víspera se cae y se daña la muñeca. Dos accidentes más antes de alcanzar el primer tramo de pavés, bajo la lluvia y el anuncio de una batalla dantesca entre barro y piedras, fuerzan el abandono del británico. Renuncia negando con la cabeza como si el Tour le hubiese vencido. Cuando es que no es que no. Se retira y se libera, dicen luego.

Queda Contador, que sufre sobre el pavés y pierde con Nibali más de dos minutos. El italiano releva a Froome como rival del madrileño. Ese es el duelo al que se encomienda el Tour. Libran la primera batalla en los Vosgos, en un repecho de apenas dos kilómetros donde Contador ataca y saca tres segundos a Nibali. ¿Qué significan? Nadie lo sabe. Ni nadie lo sabrá. Dos días después, camino de La Planche des Belles Filles, otro día de lluvia y frío, Contador cae en el descenso del Petit Ballon, se golpea la rodilla y aunque continúa, 18 kilómetros después pone pie a tierra. Tiene la rodilla destrozada. Le diagnostican una rotura de tibia. El Tour se queda cojo.

Sin rivales, Nibali gana su segunda etapa. El Tour está sentenciado pero el italiano no es feliz. Cada tarde le recuerdan la ausencia de Froome y Contador y eso le irrita. ¿Qué culpa tiene él? Sabe que ese fantasma le perseguirá hasta París. Para librarse de él, vuelve a atacar en los Alpes. No lo necesita, pero la victoria en Chamrousse es una liberación. Domina el Tour con una facilidad insultante. Aún así, Froome y Contador siguen ahí. El Tour, dicen, ha perdido grandeza. Por un momento no parece el Tour, sino una procesión. Cada día hay un muerto. Más que de ver quién gana, en los Alpes todo el mundo parece estar pendiente de quién cae ese día. Porte, la última oposición, no sale vivo de los Alpes. Le derrite el calor. Otro cadáver. Los Pirineos devuelven la grandeza al Tour. O parte. Una magnífica etapa en Balés donde Valverde trata de agitar el podio, la llegada a Saint Lary? Nibali quiere dejar su sello definitivo. Elige Hautacam y allí se impone. Su obra está completa. Su huella está en los cinco lugares estratégicos del Tour: Inglaterra, el pavés, los Vosgos, los Alpes y los Pirineos. La crono final es otro asunto. Territorio Tony Martin.

“La pregunta de qué habría pasado si hubiesen estado Froome y Contador no tiene sentido ni respuesta”, dice Martinelli. “Solo sé que ahora mismo, Nibali es el más grande”.

Antes de que se apague el Tour en París, Nibali dice que desea encontrarse el año que viene con Contador y Froome. Que les espera. También a Wiggins. Retumba a su vez el nombre de Quintana, el ganador del Giro. “Él es fuerte en montaña pero no tan completo. Habría sido curioso verle en este Tour sobre el pavés”, matiza el ganador del Tour.

¿El relevo es francés?

Francia está henchida. Celebran como una victoria el podio de Peraud y Pinot. No es para menos. El último francés que estuvo en uno de esos tres peldaños fue Virenque, en el 97, escoltando a Ullrich. Esa foto, dos galos de pie en los Campos Elíseos, no se había repetido desde 1984, cuando Fignon se impuso a Hinault. Lo de volver a ganar el Tour es otra cosa.

Peraud, segundo con 37 años y un viaje relámpago desde que dejó su trabajo en una empresa nuclear y su periplo en el mountain bike hace cuatro años, parece que ha llegado a su cima. Bastante es. Pinot, tercero con 24 años y Bardet, sexto con la misma edad, tienen más recorrido. ¿Son los elegidos? Con su irrupción, el Tour anuncia la hora del relevo generacional y los dos franceses son los que lo encabezan. Junto a ellos está Majka, el polaco que no quería venir al Tour tras el Giro y, convencido por Riis, lo celebró ayer en París. Es el mejor escalador tras una lucha sin color con Purito en Pirineos, y ha ganado dos etapas (Risoul y Saint-Lary).

Tras la decepción de ver a Valverde fuera del podio, Eusebio Unzue quiere rescatar cosas positivas del Tour. Se queda con la dignidad y entereza con la que el murciano ha liderado al equipo, pero también, con los destellos de los niños, Ion Izagirre, 25 años, y Jesús Herrada, 24. De la generación de Bardet y Pinot, el guipuzcoano y el conquense hablan el segundo día de descanso de lo difícil que se les hace verse, como los dos franceses, luchando tan arriba en el Tour. Luego, se salen en los Pirineos. Izagirre, que ya había estado soberbio en los Alpes, sobre todo en Risoul y en los montes Jura, coge los tres días -Luchón, Saint-Lary y Hautacam- la fuga y en los tres resulta providencial para Valverde. Herrada, igual. Entre ambos llevan al murciano hasta el grupo de Pinot en Saint-Lary. Y tiran de él bajando el Tourmalet en un ataque que queda en anécdota. Unzue está feliz de ver crecer a sus niños. Aunque la comparación con los dos galos sea desigual, dice que en España los ciclistas son de maduración lenta, o eso parece.

Luego está Bryan Coquard, otro francés, 22 años, que corre como un bravo y piensa como un juvenil. Ya aprenderá.

¿Fin de ciclo?

Izagirre y Herrada, dicen, son el futuro del ciclismo estatal. Relevarán a Valverde, Contador, Purito, Samuel y los demás cuando, tarde o temprano, se retiren. Cuando acaba la crono de Perigueux, a Valverde, 34 años, el Tour parece haberle hecho más mayor. Decepcionado, habla de lo que parece una despedida de la carrera francesa, al menos, bajo la misma concepción con la que la ha afrontado los últimos años, en busca del podio, el sueño que no ha alcanzado. Convencido de que Valverde recuperaría en la crono el podio del que se bajó en los Pirineos, Unzue no encuentra explicación a su rendimiento en Perigueux. “Y a me gustaría saber por qué”. Recuerda sus progresos en la especialidad con victorias este año como la de la Vuelta a Andalucía o el Campeonato de España para explicar su sorpresa. “Si hubiese hecho una crono razonable, habría estado en el podio”. Que no esté no se sabe muy bien qué significa. “Que de un tiempo a esta parte las carreras de tres semanas se le resisten. Parece que le cuestan más, quizás por la presión, la concentración? pero qué sé yo, porque la clase no la ha perdido, eso lo mantiene intacto y se ha visto durante toda la campaña”. Valverde coincide en unas semanas con Quintana en la Vuelta, pero el murciano habla más del Mundial de Ponferrada. Si el cuarto puesto en el Tour, su mejor resultado, le hace renunciar a seguir persiguiendo el sueño del podio, podría adentrarse en paisajes ciclistas que aún no ha explorado. Podría sumergirse en el mundo de las clásicas, donde tiene dos Liejas, es cierto, y dos Flechas, pero no ha disputado convencido una Milán-San Remo o Flandes. El Giro tampoco lo conoce y no es tarde para descubrirlo. Luego está el Mundial, claro, en el que ha sido tantas veces podio pero nunca lo ha ganado.