“Estoy un poco sorda, oigo mal”, evidencia Ida Vitale antes de confesar que ha perdido su “aparatito”, en referencia al audífono. Su sordera, más que justificada en alguien que roza el siglo de vida, la compensa con un agudo sentido del humor y una lucidez perspicaz a la que la mayoría no podrían aspirar. Siempre atenta al mundo natural, “¡ay, qué rico aire!” exclama la poeta cuando de pronto, en mitad de la entrevista, una ventana del consistorio de Bilbao se abre y la corriente le revuelve el pelo. Es en esa indómita libertad, que el viento simboliza, donde su poesía cobra mayor sentido. “Me hubiera encantado ser capaz de escribir una gran novela”, asegura la escritora, a la que la historia de la poesía siempre le deberá, no obstante, su próspera dedicación.

“Tú quieta, aunque el trapecio todavía se mueva y te delate”. Es un verso suyo que parece una actitud ante la vida.

—En general puede ser una medida prudente, pero no quiere decir que yo cumpla con lo que recomiendo. No siempre uno, cuando está actuando o está recibiendo lo que la vida te da, está seguro de que todo esté bien.

¿Cuál es su rutina para escribir?

—Escribo cuando tengo ganas, no fuerzo.

¿Recuerda cuando comenzó?

—La etapa borrador la empecé temprano. Escribía en un cuaderno y arrancaba hojas muy a menudo. Supongo que hay quien escribe un primer poema impecable; evidentemente, no fue mi caso. Quizás sentí muy temprano la tentación. Si uno lee a Darío, piensa que cualquiera puede serlo, pero después uno aprende que no, hay que aprenderlo a tropezones. No está mal empezar y romper.

Su obra es vasta, ¿siempre ha tenido el impulso de la palabra? ¿Alguna vez pensó en dejar de escribir?

—No, pero tengo que hacer un esfuerzo para seguir. A veces tiene uno la ocurrencia. No he sentido que tuviera la obligación de firmar tarjetas, no hay que forzar nada. Nunca me pusieron el revolver en el pecho, por suerte. Hay momentos en los que uno piensa que es una obligación social, sobre todo en la historia de un país. Pero, justo entonces, pienso que la poesía tiene que estar al margen, que puede haber otros sustitutos. La poesía no tiene que estar contaminada.

En realidad la poesía no cambia la situación social.

—Si uno sintiera la necesidad, en determinado caso, está bien. Pero como propósito, no. La vida hostiga más o menos.

Tiene 98 años, una edad considerable.

—No es mi culpa. (Ríe)

Sin embargo, en su poesía, los datos biográficos están velados.

—No hay un propósito ni a favor ni en contra. Tengo la teoría de que no hay que escribir demasiado sobre las cosas, hay que dar tiempo a una reflexión. No es un juego de pelota en el que haya que responder rápido. Nunca me han pedido contestar al tiro. O quizás sí. Nunca he llevado la cuenta del tiempo que pongo entre las cosas y lo que escribo.

¿Qué relación tienen la poesía y su sentido de la libertad?

—Nunca he escrito sino en libertad. Por suerte no me pidieron que escribiera, hubiera sido muy atractivo, pero no. Y tampoco me coartaron. Siento que la poesía tiene que cumplir con ciertas reglas, pero por otro lado, no he sentido que las reglas pesaran. Pude elegirlas en todo caso. La poesía política, que está detrás de eso, es peligrosa. Siempre he pensado que Neruda, un poeta al que admiro profundamente, cuando escribe forzado por su posición política, baja. No quiere decir que la poesía no tenga valores o reglas, pero hay que saber aceptarlas o no aceptarlas. No me gusta la idea de la poesía sometida a algo, aunque esté justificado.

Esas condiciones de las que habla para la poesía, ¿se pueden aplicar también a la prosa?

—Supongo, pero depende del prosista. La prosa, en general, ha estado más sometida a determinaciones exteriores. Pienso que la poesía todavía tiene derecho a un poco de libertad. En general la prosa se somete a rigores muy naturales, muy exigibles, muy honestos. El primero la calidad. Respeto profundamente la poesía, que me encanta, pero me hubiera encantado ser capaz de escribir una gran novela. Nunca lo intenté porque pensé que el horno no estaba para bollos. No nace Stendhal todos los días. La poesía tiene sus reglas, propias de cada escritor y creo que estamos obligados a seguir esas reglas.

¿Cuáles han sido las suyas?

—Entre las reglas está el elegir. Como forma me encanta el soneto, me parece que, a través de los siglos, no ha perdido su prestigio, sus exigencias. No se podría escribir hoy un poema como si fuera de Lope de Vega; aparte de que Lope de Vega no se repite, no podemos pretender lo mismo. La forma va cambiando con las exigencias culturales. Incluso siento que quizás hoy se escriben menos sonetos que antes. Las reglas siempre son buenas, nos obligan a superarlas, adaptarnos o manejarlas. Es difícil. No creo que el siglo XX tenga una forma propia, salvo el romper con todo.

¿Qué piensa sobre la importancia de la reescritura?

—Es básica. Nadie debe ser más cruel con el poema que el propio escritor, para no correr riesgos de que luego lo sea el crítico.

La naturaleza está muy presente en su poesía.

—Sí, no podemos ser ciegos a lo que nos rodea. La naturaleza está en todos lados, somos naturaleza.

Tiene una poesía muy culta, domina muy bien el léxico y las formas. Pero al mismo tiempo tiene frescura y respeta la musicalidad.

—Gracias por darlo por supuesto. Leí muchas cosas que no eran para mi edad. Por suerte, en casa, algunos libros había. Más bien del siglo XIX, pero no hubo presión de que leyera o no. Tampoco me decían no lo vas a entender, me daba cuenta yo de que no los entendía. Hay libros que habré leído tres, cuatro o cinco veces en mi vida. Guerra y paz de Tolstoi, por ejemplo. Me imagino que tras una primera lectura apresurada, al llegar al final, me daba cuenta de que había perdido muchas cosas por el camino, y volvía a leerlo.

¿También leía poesía?

—Con la poesía fui más exigente. Teníamos un profesor de literatura que era, a la vez, el padre de una compañera y el poeta más representativo en ese momento. No creo que hoy suene mucho: Carlos Sabater Casti. Le debo el préstamo de toda su biblioteca. Me acostumbre mucho a leer lo que viniera y me interesaba mucho más la novela que la poesía, pero nunca me animé a escribir novela, hubiera sido un fracaso. No me di cuenta de que era tan difícil la poesía como la novela, con otro tipo de riesgos o dificultades. Pensé que estaba más a mi alcance.

¿Sigue releyendo clásicos o se decanta por lo contemporáneo?

—Lo que venga, desde García Márquez hacia atrás. Debe de haber otros más modernos. Nunca me niego a un libro, pero no siempre los termino. Me he acostumbrado a adaptarme. Hay muchas formas de ser muy bueno, como las hay de ser muy malo. Por suerte los lectores tenemos ese derecho. Aparte de que hay cosas a las que uno en un momento no atiende tanto, hay un momento para cada libro.

En español, César Vallejo fue un poeta muy innovador.

—Hay cosas que piden respeto. Hubo un momento en el que media América escribía como Neruda, yo siempre tuve una admiración enorme por él, pero a la vez, la conciencia del riesgo que implica. Lo mismo pasa con Vallejo. Solo que Vallejo es más inimitable. He concluido que Vallejo era mejor que Neruda. Hay una experiencia que no se puede someter a una forma. Los tiempos también han impuesto más unas formas.

¿Cuánto de música hay en la poesía?

—Ojalá hubiera sido música y no poeta. La música me parece que está por encima de todo. Hay una tendencia, que no me parece mal, a dejar un poco de lado la música. Uno tiende, en la poesía, a dejarse llevar. Hay formas que son pura poesía, pero cada época parece pedir discreción en cuanto a la música de la poesía. Sobre todo es un problema cuando se te pega en un verso que está insertado, da mucho trabajo eliminar la poesía indebida. Porque siempre tiene que ser un aura. Quizás está relacionado con la necesidad del poema, que eso es lo primero. Siempre me ha llamado la atención la gente que cumple con el horario para escribir el poema del día. La poesía tiene sus leyes propias que no tienen nada que ver con la música. Ningún himno es un gran poema.

Ha conocido a muchos grandes poetas. ¿De quién querría hablar?

—Octavio Paz, por ejemplo. Tenía la gran virtud de la discreción. Nunca quiso ser el poeta, al contrario. Álvaro Mutis también. Fue una persona adorable, amigo de toda la vida. Fue el gran poeta colombiano que vivió en México. Jamás tuve la tentación de escribir como él o como Octavio. México en ese sentido es un país notable porque ofrece muchas posibilidades distintas, incluso en su literatura clásica. Uno ha aprendido que no hay tiene que tener mucha confianza cuando va a casa ajena, no es cuestión de abrir la heladera. Es muy bueno tener una tradición detrás para respetarla, pero también para eludirla.

La poesía es una práctica íntima, pero también implica lecturas en público.

—Nadie me va a pedir que improvise un poema. No es lo mismo tener que ir a un liceo, con gente muy joven, no solo por lo que se entienda, sino que creo que un poema puede ser útil para unos e inútil para otros. Es tratar de elegir algo que sea neutro.