La primera vez que Ramón Barea se subió a un escenario, entre comillas, fue de monaguillo, “además muy celebrado por don Eluterio, que era el cura de la parroquia de San Juan”. Más tarde, fue torero de perros en la Plaza Nueva de Bilbao y tocó el atabal con los txistularis. “De algún sitio me tienen que venir mis cualidades dramáticas”, suele contar bromeando.Ramón Barea (Bilbao, 1949) vive en una actividad desbordante. Ni siquiera la pandemia ha conseguido que se aleje de los escenarios. “Cuando hubo una desbandada general en el cine, el público del teatro fue el primero en volver. Tengo ya de manera imborrable las primeras funciones con los espectadores con mascarillas, precisamente en el Arriaga. Suelo decir que en este tiempo ha sido un teatro de guardia, la gente ha venido por una cuestión terapéutica también. Es una suerte poder estar trabajando continuamente, eso sí en condiciones extrañas. Me he hecho mil PCR desde que empezó esto, cada nuevo trabajo, cada nueva película, cada semana... Pero, a pesar del covid, todos hemos seguido los rodajes, las actividades; nos ha exigido una resistencia que no imaginábamos que podíamos tener”, explica el actor, que cuando se le pregunta ¿actor de cine o de teatro? , contesta rápidamente: “Simplemente, actor”.

Este año se cumplen 10 años de Pabellón 6, un proyecto que impulsó junto a creadores vascos para la exhibición permanente de artes escénicas en Bilbao.

—Así es, va a ser un año muy especial por razones bonitas y otras menos bonitas. Por una parte, han empezado las obras del espacio que va a ser la sede permanente de la compañía joven, que hace que ahora tengamos que estar conviviendo en las producciones y proyectos de las dos cosas. Y por otro lado, está la incertidumbre de lo que va a pasar con la pandemia, si va a haber limitaciones de nuevo. Ha sido un año complicado por esta razón. Pero a pesar de ello, el espíritu que nos alienta es buscar los huecos que haya, no caer en la derrota. No hay que bajar la guardia, es malo para el cuerpo.

Condiciones precarias en lo económico porque de creatividad van sobrados.

—Ahora estamos prácticamente con el aforo completo, pero tal y como están las cosas cada día es un misterio cómo va a transcurrir, pero sí, hay ilusión de continuar lo mejor posible, con nuevas creaciones, nuevos trabajos... Hacemos de la dificultad virtud, hay que trabajar juntos parte de la compañía joven con el Pabellón; en concreto, la obra que estoy dirigiendo ahora, Luces de bohemia es un ejemplo de ello, medio elenco es de la compañía joven.

¿Cómo lleva la faceta de Ramón actor y Ramón director?

—Disfruto más de actor; de director, se sufre mucho. Primero sufres en el proceso porque no sabes qué va a pasar y luego llega una depresión posparto que también existe. Una vez que pasa, empiezas a dar mil vueltas si era así cómo tenía que haber quedado. Hay momentos también maravillosos, pero aún gustándome, sufro más en la dirección que actuando. Prefiero actuar, estás más cómodo. Tienes la compensación del público, de los compañeros en el escenario...

Ha confesado en algunas ocasiones que echa en falta sus inicios, en una furgoneta ambulante, junto los demás miembros de la compañía Cómicos de la Legua...

—Había equipo, cuando empezamos Cómicos de la legua éramos jóvenes y estábamos al final del franquismo. Aquello era una cosa militante, muy de guerrilla, de teatro social, ideológico... Pensabas que ibas a cambiar el mundo a partir del teatro, había una pasión especial. Yo echo de menos no tanto la pasión, que no se ha perdido, sino un equipo estable de trabajo que es lo que teníamos entonces, por una simple cuestión de resistencia. Nos teníamos que juntar unos cuantos para poder vivir en este mundo; ahora, el teatro, la televisión, el cine ha dispersado a la gente, cada uno hace su propia carrera. Por ello, es probable que el siguiente paso, cuando se acaben las obras dentro de un año y medio para tener renovada la sede de la compañía joven y del Pabellón, se cree una compañía estable.

¿Qué objetivo tendría esta nueva compañía estable?

—En Pabellón hay trabajos que no salen de aquí o del Arriaga, la idea es que lo que se está haciendo con el Arriaga se pueda hacer con más teatros, de una manera que compren, que convivan, que compartan la producción algunos de los teatros potentes del País vasco. Además, se contaría con la posibilidad de que haya una compañía estable que perdure, con un cierto repertorio, que esté en el mercado teatral, además de la sala.

Otro proyecto más...

—En mi caso personal, que no he tenido representante, me he metido en todo tipo de proyectos y mientras tenga fuerza creo que voy a seguir haciéndolo, porque me da mucha fuerza, mucha vida.

¿Y de dónde saca el tiempo?

—Tengo un equipo de gente en Pabellón 6 sin el cual no podría hacer esto. He contado con él desde el comienzo, en los primeros momentos de soledad y cabezonería. Una frase de Oteiza que me gusta repetir y que me parece maravillosa es que la aventura puede ser muy loca, pero el aventurero tiene que ser muy cuerdo. Este equipo mantiene la cordura por un loco proyecto por el que apostamos.

Su agenda de compromisos está repleta para los próximos meses...

—La verdad es que no sé cómo lo hago (ja, ja, ja)... Seguiré con Viaje a ninguna parte, la exitosa novela y posterior película de Fernando Fernán Gómez, en enero, febrero y marzo. Se han acumulado los bolos, cada día estamos en un sitio distinto. En abril se estrenará además la versión teatral de Los santos inocentes, una adaptación de la novela de Delibes. haré el papel de Azarías, que es el que hacía paco Rabal.

¿Y cine?

—Estoy haciendo unas secuencias sueltas en la película del director Félix Viscarret, Un día no tan simple, y tengo pendientes el estreno de La vida era eso, de David Martín de Los Santos y se estrenará Cinco lobitos, una película de Alauda Ruiz de Azúa.

Después de ‘La fuga de Segovia’ pensaba que no iba a rodar más y ya lleva más de 100 películas.

—Luego he descubierto que eso le pasa a más profesionales, cuando hacen su primera película. Imanol Uribe iba a rodar en 1981 La fuga de Segovia y tenían que llenar la película de etarras, de presos, y claro, la fuente eran los grupos de teatro del País vasco. Un buen día se presentó con el hijo de Paco Rabal, Benito Rabal, que era el ayudante de dirección, y miraron entre la gente que estábamos ensayando en Karraka y dijeron: A ver, el calvo y el del bigote. El calvo era Álex Angulo y el del bigote era yo. Fue de casualidad, y con el convencimiento de que no íbamos a hacer nada más. Simplemente, pensamos que nos habían ofrecido aquel papel ocasional porque teníamos cara de vascos. Y ya ves.

Ha ido encadenando proyecto tras proyecto.

—Lo más difícil de esta profesión es mantenerse, a mí me ha importado menos el éxito o la carrera rápida y he sido un currante permanente, que nunca me he acabado de creer ni los éxitos ni los fracasos. Vengo de descargar furgonetas con Cómicos de Legua, he hecho cine muy tarde... Me ha venido todo de una manera muy orgánica y esto me hace tener un equilibrio en el desequilibrio de esta profesión.

“El público del teatro fue el primero en volver tras el confinamiento. Fue también por una cuestión terapéutica”

“Cuando acaben las obras en Pabellón 6, dentro de año y medio, queremos crear una compañía estable”

“Ha sido un año complicado, pero tenemos ilusión de continuar con nuevas creaciones, nuevos trabajos”