AS hermanas Elena y Cristina Amezaga heredaron de sus padres un espacio rural en Artaun (Bizkaia), así como un amplio piso lleno de objetos de época en Bilbao, muy cerca del Teatro Arriaga. Licenciadas en Sociología, Elena trabajaba en ETB y Cristina, en banca, pero ambas decidieron tomar una excedencia de sus actividades para dedicarse a un proyecto tan audaz como laborioso: mostrar en un museo el pasado reciente del agro y la revolución industrial vizcainos, con la mirada puesta en las figuras de cientos de mujeres invisibles en los libros de Historia.

Al llegar al caserío donde se enclava el Museo Antzasti, en Artaun, Loti comienza a ladrar, rompiendo un llamativo silencio. El perro está encerrado junto al corralillo de las gallinas y enfrente de la pequeña tienda de productos locales que las Amezaga han montado, junto a un bar para las catas de txakolis y quesos. El jardín es extenso y las flores, exuberantes. De fondo, el Gorbeia se alza, orgulloso. Urkiola es una belleza. Todo el valle de Arratia lo es. Y en este rincón majestuoso pero sencillo crearon con tesón y cariño estas hermanas “un museo de monte” y “un museo femenino”, y más antropológico que etnográfico, observan, ya que el grueso de la exposición tiene que ver con mujeres. Las etxekoandres y las féminas burguesas en la ciudad, las amas de cría, las amamas y las modistas. Vitales en una época de transformación, en que muchos baserritarras optaron por ampliar ingresos trabajando en las incipientes fábricas de Bilbao.

Los baserris eran un pilar en la vida vizcaina de finales de siglo XIX y primeros del XX. Sólidos como pocas construcciones rurales, representaban la fuerza del mundo agrícola vasco de la época. En el caso de Antzasti, han cuidado todos los detalles para que nos transportemos en la visita hasta 1800 y pico. Con todo el mobiliario, aperos, menaje, vestimentas y objetos que protagonizaban las existencias de nuestros ancestros. Incluso encontraremos el kakaleku que empleaban entonces para sus deposiciones y que desde un agujero de la primera planta iban a parar a la huerta, donde se reciclaban como abono. Además, Antzasti se rodea de un barrio que cuenta con su lavadero ancestral, una ermita encantadora, un abrevadero, una borda... Se diría que el pueblo es un belén.

La visita al Museo arranca por una cuadra inevitable, parte del sustento familiar y calefacción contemporánea gratuita. Los animales daban calor al resto de la casa, que en los pueblos tienden a ser húmedas en invierno. Los aperos son distintos a los guipuzcoanos, son los propios de Bizkaia. Enfrente de la korta, una reproducción de una cocina, otro núcleo vital de la familia baserritarra. “Hay que tener en cuenta la riqueza etimológica de la palabra etxekoa en euskera: a la familia se la considera de la casa, porque la casa era lo que les reunía”. Así lo comprobamos en una cocina en la que la amama azuzaba el fuego de la chimenea, mientras la madre asaba unas castañas o unos pimientos, y se hacían relatos orales al mismo tiempo. Al entrar en esa estancia es fácil sumergirse en aquella realidad, y de hecho los chavales lo comprenden muy bien. “Están influenciados por Cuéntame y Juego de Tronos”, señalan las Amezaga.

Las mujeres trabajadoras

A lo largo de la Historia, y hasta la Guerra Civil, las mujeres jugarán un papel decisivo en la productividad familiar. Cuando comienza a incorporarse la revolución industrial en Euskadi, muchos baserritarras marcharon a las ciudades a trabajar en las fábricas. Hay que tener en cuenta que la mayoría de ellos no eran propietarios de los caseríos, y el trabajo extra les ayudaba a pagar la renta.

Las mujeres siempre han trabajado mucho. En el baserri se encargaban de los animales, del cultivo, de la crianza de los hijos, de la limpieza. Además, solían bordar y algunas se servían de esa habilidad para hacer trabajos remunerados. Las mujeres eran aguadoras, también. El famoso matriarcado se produjo, señalan en Antzasti, cuando ellas se pusieron al frente de los caseríos, administrando los ingresos, cuidando de la alimentación y la higiene familiar, criando a los vástagos, encargándose de los animales. Ellas cocinaban, recolectaban, cosían y, además, tenían labores propias de baserritarras, especialmente cuando ellos estaban en la ciudad. Sin duda, más que empoderamiento este fenómeno era “mano de obra barata”, puntualiza Elena. En Antzasti vemos esos capítulos históricos a través de bordados, ropitas de la época, planchas ancestrales, objetos de repostería. Y la chapa, “hito que puso de pie a las mujeres”, ya que permitía cocinar más cómodamente. Más adelante sería la lavadora la que revolucionaría la vida doméstica. Entretanto, en Antzasti vemos la pila para lavar -harrikoa egin-, la artesa para amasar pan, las grandes cazuelas.

En este museo se constata que “en el caserío todo tenía que ser funcional: los muebles eran sencillos pero de maderas nobles”. En el comienzo de la visita algunos libros históricos y etnográficos nos sitúan, como los de Aita Barandiaran o Mujer, trabajo y sociedad, del Euskal Museoa.

Otro hito en la Historia vizcaina es el tranvía de Arratia, cordón umbilical a Bilbao que derivó en relaciones variopintas y fílmicas. Desde amores, pasando por amistades, hasta enfados y celebraciones. El tranvía unía los valles y marcó una forma de vida, siendo un punto de encuentro social inusitado, y aún hoy los más mayores se emocionan recordándolo.

Además, en Ereatza había una casa de baños muy importante, y a primeros del siglo XX se puso de moda ir allí, en tranvía. También se bañaban en Portugalete. Antes de ese furor por el agua, veremos en la exposición las dificultades para mantener una buena higiene, e incluso una pequeña botica para cuidarse de los males.

En Antzasti Museoa podremos ver vídeos de esta evolución, así como de las actividades decimonónicas en los baserris. E imágenes de la Belle Époque bilbaina. En el museo hay buen número de publicaciones relativas a los usos idiomáticos de la época, postales variopintas y un sinfín de objetos relacionados con los dandies del siglo XIX. Esos hombres burgueses que se reunían con su copa de coñac y sus sombreros de copa, para hablar de política, de la guerra o de economía. Mientras ellas ocupaban un segundo plano, nunca con su propio despacho como ellos, sino con una mesa camilla donde leían o bordaban.

Embutidas en vestidos imposibles, con cinturas de avispa. Algunos de esos ropajes están en Antzasti, donde se plasman las colecciones del padre amante de la antropología y la madre aficionada a la restauración. También están los trajecitos de bautizo y de comunión, los vestidos llenos de filigranas. Siempre con el referente en la moda parisina. Corría el año 1881.

Para realizar los vídeos del Museo, las Amezaga se ayudaron de un amigo muy resolutivo, Esteban Ramos. Son proyecciones muy sugerentes de lo que allí se cuenta. También editaron un libro, Dima, auzo bizitza, escrito por Abel Ariznabarreta. Las cuevas de Balzola y los basajaun eran protagonistas de los relatos que contaban en los baserris al calor de la lumbre.

Tiempos modernos, con camas individualizadas, nada de niños hacinados en un mismo cuarto. Los primeros vestidos de los locos años 20, con las cinturas bajas. Cerca, en la exposición, las primeras gafas para pilotar aviones, cascos de motos, guantes para conducir, billetes de tren...

El Museo tiene un pack que incluye la visita, un hamaiketako y un menú de comida casera.

Las baserritarras se ocupaban de la huerta, los animales, los hijos, la nutrición... Más que poder, eran mano de obra barata

Muchas mujeres iban a Bilbao a bordar, a guisar o a cuidar niños, de forma que diversificaron sus fuentes de ingresos económicos