Hacía diez años que no escribía novela, una decepción con la publicación de Lo que me queda por vivir, le hizo dar un paso atrás y replegarse en otros géneros que le mostraban una cara más amable. Escribir sobre sus padres ha sido, según cuenta, tortura y placer. Es un libro que desnuda y en el que se desnuda. Está muy satisfecha con los resultados y es una de las pocas novedades editoriales que se ha salvado del parón obligado por el coronavirus.

Un libro a tumba abierta.

—Me ha costado mucho escribirlo, me ha llevado mucho tiempo y algunos quebraderos de cabeza. He pensado mucho sobre la forma en la quería contar esa historia.

¿Ha merecido la pena tanto sufrimiento?

—Creo que sí. No quería contestarte de una forma dramática. En el fondo, he disfrutado como con ningún otro.

Remover el interior de las familias, buscar en los desvanes más personales, suele resultar doloroso.

—Para mí, lo doloroso estaba en el pasado, no en removerlo. Ha habido momentos al escribir A corazón abierto en los que sentía cierta aprensión a asomarme a algo que había vivido. Parece raro decirlo, pero también he tenido un cierto asesoramiento psicológico para relatar esas escenas que yo observé desde niña o que me fueron contadas. Después de haberme asomado a ellas, siento una gran paz.

¿Siente miedo cuando deja un libro en mano de los lectores?

—El libro salió en vísperas de que nos viéramos arrastrados por el coronavirus y no tienes una impresión muy amplia de cómo ha sido recibido. Pero te puedo decir que ha habido otras veces que he tenido más miedo o un sentimiento de vergüenza por mostrarme mayor que ahora.

Pues es el libro donde más expuesta se muestra.

—Tenía una impaciencia total para que llegara a las manos de los lectores, me he sentido muy apoyada. No solo por mi familia, también por algo que puede resultar irracional y mágico, me he sentido muy apoyada por mis padres, ambos ya no están aquí.

¿Curiosidad por las relaciones entre sus padres?

—Nunca había pensado en mis padres más allá de la relación que ellos tuvieron conmigo o con mis hermanos. Lo que yo quería era convertirlos en los personajes de un libro. Necesitaba ir a una época en la que yo aún no existía. Tenía que colocarme en el Madrid de recién acabada la guerra, seguir los pasos de mi padre, de ese niño de nueve años por un Madrid completamente devastado por la guerra.

Pero supongo que usted también es una parte importante de esa historia, ¿o no?

—Tenía claro que no quería ser el centro. Quería narrar la historia de mis padres, unos jóvenes que se enamoraron, que se querían, que se peleaban, que tenían su grupo de amigos, sus ilusiones… Una pareja que vivió en una España diferente a la que hemos vivido nosotros, era una forma también de entenderles en la relación que tuvieron con nosotros, sus hijos. Mi papel en esta novela era de ser la observadora de lo que les ocurría.

Ir a una época en la que no estaba ni en la imaginación de sus padres le habrá obligado a ficcionar.

—Cierto. He tenido que fabular algunas partes. Todas las cosas que se cuentan son ciertas. Yo tenía la música, pero había que ponerle la letra. He tenido que reconstruir las historias y ha sido una labor costosa, pero también muy apasionante. De alguna manera, era trabajar con personas que yo conocía muchísimo, eran mis padres, pero trabajando sobre sus personalidades como si fueran personajes históricos.

Hemos hablado de guerra, de posguerra, de la generación joven y adulta de aquellos momentos, pero se nos han olvidado aquellos niños que también vivieron esos momentos tan duros.

—Cierto. Y más aún, nos hemos centrado en la épica de nuestra propia juventud. Mi generación es la que más presencia tiene: manda, escribe, gobierna… Hablo de la generación de los que están en las décadas de los 50 y 60 años, es lo que toca ahora. Nos hemos centrado mucho en nosotros mismos, hemos contado nuestras vidas, hemos hablado de nuestros padres, pero sin pensar en ellos. Fíjate, nos hemos interesado más por nuestros abuelos, ellos fueron a la guerra, al exilio, a la cárcel…

O que ganaron una guerra, ¿no?

—Eso es. Esa guerra tuvo otras víctimas, los niños. Creo que no nos pareció que nuestros padres tuvieran vidas suficientemente interesantes para convertirlos en personajes de novela. Aprecio en el ambiente un intento de reparación a esa generación que quedó suspendida en el olvido.

Las miradas al pasado a veces son juicios y no relatos.

—Nunca he tenido intención de hacer un ajuste de cuentas ni juzgar a mis padres. Es más, soy la consecuencia de lo que he vivido y no hubiera querido vivir otra cosa. Estoy muy satisfecha con los padres que tuve, puede que alguien piense que perdí a mi madre muy pronto. Pero te digo una cosa, todo lo que yo viví, incluida la pérdida de mi madre me ha construido. La vida es disfrutar y sufrir.

¿Un libro para curar?

No me gusta la palabra, pero sí que ha tenido un efecto terapéutico.

Perdió a su madre siendo adolescente, supongo que es algo que también le ha marcado.

—Siempre padecí el miedo a su pérdida, ella estuvo enferma desde que yo tenía nueve años. No digo que no me marcara su muerte, pero sobre todo, me marcó su enfermedad. Había escrito un poco aquí, un poco allá sobre ese tema, era algo que pesaba mucho sobre mí. Esa enfermedad que ella padeció, había marcado mucho mi infancia y mi crecimiento.

En esta novela ha entrado a fondo sobre su madre.

—Sí. Como niña, fui responsable del cuidado de la persona que, supuestamente, me tenía que cuidar a mí. Quise contar algo que hasta este momento era un tema muy íntimo para mí.

‘A corazón abierto’ es su primera novela después de un largo paréntesis de ausencia en este género; más o menos ha estado diez años sin novelar, ¿por qué?

—He escrito otras cosas, diarios, ensayos… Dejé de escribir novela porque no sabía que contar.

¿Se había quedado sin musas y argumentos?

—Ja, ja, ja… Tal vez y por otras circunstancias. La última novela que escribí, Lo que me queda por vivir, gustó mucho a la gente que la leyó, pero no tuvo la repercusión que yo me esperaba. Quizá de esa decepción nació esa negativa a escribir novela.

¿Tiró la toalla?

—Es una forma de decirlo. Pensé que por qué iba a emplear tanto esfuerzo y poner tanto corazón en algo para acabar frustrada porque no alcanza la resonancia que espero. No escribiendo novela me liberé del juicio ajeno.

¿Esconderse no es una equivocación?

—Creo que sí, me equivoqué. En este oficio, es necesario el juicio ajeno para bien o para mal. Pienso que hay que ser fuerte para aguantar la decepción y los juicios de otros. Mirándolo con perspectiva, fue una reacción un poco adolescente por mi parte. Ahora no estoy en aquel momento y pienso que hay que arriesgarse.

Los momentos adolescentes muestran nuestras inseguridades. Usted siempre ha dado una sensación de seguridad absoluta, ¿no es así?

—Pues no. Una de las cosas más bonitas que se han escrito sobre este libro, es de mi marido, Antonio (Muñoz Molina), él fue el primero que leyó esta historia, y precisamente hablaba de toda la inseguridad que he tenido durante este tiempo, me describía muy bien.

Pues lo esconde muy bien.

—Una amiga mía dice que soy una falsa social. Soy una persona patológicamente insegura y muy reservada. Solamente las personas que me conocen muy bien saben que es así.

“Hemos contado nuestras vidas, la de nuestros padres, pero nos hemos interesado más por nuestros abuelos”

“Me marcó la muerte de mi madre cuando yo era adolescente, pero mucho más lo hizo su enfermedad”

“De la decepción de mi última novela nació la negativa a escribir en este género durante diez años”