Donostia - Es Vivian Gornick (1935) quien, dando buena fe del carácter que traslada en sus memorias, dice cuándo empieza la entrevista. Los que la acompañan afirman que dice sentirse como “una estrella” ante tanta admiración. Sentada sobre una butaca de la cafetería del Hotel Niza esta judía estadounidense descendiente de rumanos reconoce estar cansada después de tantas entrevistas y bromea sobre las preguntas que se van a hacer, adelantando que, como tantos otros periodistas han hecho, se le preguntará sobre el “feminismo” y sobre “Donald Trump”. No anda desencaminada. El feminismo está en el cuestionario, no en vano, ella es una de las exponentes de la Segunda Ola del Feminismo que tuvo lugar en Estados Unidos en la última mitad del siglo pasado. No obstante, el líder del mundo libre se queda fuera de la conversación.
Gornick se encuentra en Donostia para recibir el Euskadi de Plata, el premio que otorga el Gremio de Libreros de Gipuzkoa, por la traducción de su Apegos feroces -también fue elegido en 2017 como Libro del Año por el Gremio de Libreros de Madrid-. Se trata de unas memorias publicadas en 1987 y que tienen como epicentro la convulsa relación con su madre y la admiración que Gornick sentía por una de las vecinas de su edificio, en el Bronx neoyorquino. Ambas representan “las dos caras de la misma moneda” y son figuras determinantes en su crecimiento, durante las décadas de los años 40 y 50.
¿No le sorprende que su libro haya causado tanta expectación en el otro lado del charco 30 años después de que fuera escrito?
-Sí. Estoy sorprendida y no puedo entenderlo, a menos que esto signifique que vosotros, en Europa, de repente, estéis un poco impregnados del movimiento feminista, tal y como nos ocurrió a nosotros hace treinta años. Ahora resurge aquí y estoy encantada disfrutando de ello.
Entiendo que el movimiento MeToo tiene algo que ver.
-Sí, pero eso sigue sin explicar nada. Todo lo que se está diciendo ahora, nosotros lo dijimos hace 30 años. Así que el significado de los movimientos sociales es que primero hay una explosión, una conciencia, una sensibilización. Eso es lo que vivimos en los 70. Nosotros fuimos una generación visionaria. Veíamos las cosas de forma existencial, con un enfoque amplio. Vivíamos la lucha por la igualdad de las mujeres como algo existencial. En ese sentido, hicimos una gran declaración. Luego eso se desvaneció poco a poco y se ralentizó como cualquier otro movimiento social. No estamos hablando de una revolución simplemente para tomar el poder. El nuestro fue un movimiento que quería cambiar la sensibilidad de la gente, cambiar las mentes, los hábitos... De eso trata el feminismo. Se consigue algún cambio y todas esas cosas de las que vamos hablando penetran poco a poco, sin ser consciente de eso, y luego viene otra explosión. Y en esta ocasión Europa ya estaba lista. Vosotros, al igual que los estadounidenses, habéis sido influenciados subliminalmente a lo largo de todos estos años. Por eso las mujeres americanas están tan enfadadas, porque hace 50 años dijimos que el acoso sexual debía de pararse y no paró. Por debajo, la gente se iba enfadando y al final explotó. Y esta vez es una verdadera rabia. Hay hombres que están siendo decapitados como en la Revolución Francesa. Estamos delante de la Bastilla y la guillotina cae (ríe). Eso no está bien. Yo no estoy a favor de ese terror, pero es inevitable que sea así. No hay movimiento social en el mundo que no tenga sus propios abusos y aquí también los hay. Pero también está claro que los hombres se han salido con la suya durante mucho, mucho tiempo.
¿Cree que esa explosión esta vez va a cambiar algo?
-Un poquito. Hombres como tú se van a asustar cada vez un poco más. Si a unos cuantos miles de hombres ya les cambia algo me parecerá muy bien. Luego, otra vez, se debilitará y luego volverá a resurgir, como hasta ahora. Es la revolución histórica más larga. La igualdad de derechos entre hombres y mujeres es lo más difícil de lograr en el mundo entero. Todo el mundo le tiene miedo a esa igualdad, excepto yo (ríe).
¿Por qué decide escribir ‘Apegos feroces’? ¿Buscaba una catarsis?
-Es una larga historia. Llevaba siendo periodista muchos años y cada vez quería escribir y hablar de mi vida. Escribir en lugar de ser periodista. Por aquel entonces, de repente, empecé a ver que la relación con mi madre y con mi vecina Nettie era el material que necesitaba. Cuando tenía 20 años pensé que quería ser novelista, pero luego descubrí que no podía escribir ficción, que no lograba darle vida. Gracias al movimiento de las mujeres vi que podía contar las historias en forma de memorias y eso me pareció muy emocionante. Me di cuenta que entre esas mujeres y yo había una historia. Si no llega a ser por el movimiento de las mujeres, quizá, mi forma de contar historias hubiese sido otro.
¿A su madre le gustó?
-Mi madre era muy infantil. Era muy volátil. Cambiaba mucho de opinión. Un día me decía: “No has contado la verdad”. Al día siguiente, agregaba: “Ahora todo el mundo sabe que me odias”. Y así estuvimos todos los días. Cuando el libro comenzó a tener mucho éxito, ella empezó a firmar libros en Nueva York y yo le decía que no podía hacer eso, porque no era ella la que había escrito el libro. Ella me respondía que sin ella no hubiese habido libro. Esa era mi madre.
Precisamente, en sus memorias dice en varias ocasiones que era habitual que su madre le dijese a todo el mundo que usted no la quería. ¿Piensa que lo decía en serio o entraba dentro de esa actitud infantil?
-Un poco de todo. Era una mujer de actitudes inmediatas. En cuanto tenía algo delante, reaccionaba. No guardaba las proporciones. Cuando ella me decía que la odiaba, creo que lo pensaba de verdad. Solo pensaba en ella misma. Pensaba que era una gran madre, pero la verdad es que no lo fue. Yo era dura con ella, está claro. Ella era protectora conmigo, pero yo no le pertenecía.
Tras una gran discusión con su madre, escribió: “Una de las dos va a morir a causa de este apego”.
-Estábamos de forma psicológica indisociablemente unidas. Esta unión no tenía nada que ver con el amor (ríe).
Su madre pensaba que usted la tenía que querer solo por el hecho de que fuese su madre.
-Yo le respondí que eso ya no era así, que ella se tenía que ganar mi amor. En ese momento yo trabajaba para un periódico, The Village Voice. Fui a la redacción y el editor explotó de risa cuando supo de esta conversación. Claro, era muy gracioso porque nadie antes había dicho algo así a sus madres. Eso no se decía, aunque todo el mundo lo pensase. Eso está claro.
Usted establece un triángulo entre su madre y Nettie, ambas viudas y ambas con formas muy distintas de afrontarlo: “Nettie quería seducir mientras que mi madre sufrir y yo leer”.
-Nettie y mi madre se convirtieron en las dos mitades de la misma cosa. Las dos me aprehendieron que la cosa más importante en la vida de una mujer es un hombre. Nettie actuaba como una puta y mi madre como una santa, pero las dos me estaban diciendo lo mismo: un hombre lo es todo y perderlo lo es todo también.
Establece una dicotomía entre el trabajo y el amor. ¿Ha encontrado un equilibrio entre ambos conceptos?
-Al contrario. Mi vida es muy desequilibrada. Sigmund Freud dijo que la vida es trabajo y amor, en ese orden. Él, por supuesto, se refería a los hombres, no mujeres. Muy pocas mujeres pueden gestionar las dos cosas. No somos mujeres liberadas, hablamos de la liberación pero lo único que hemos hecho ha sido afrontar de forma distinta cómo luchar en la vida. Somos como anarquistas, solo nombramos cosas, una condición u otra. La gente como yo vamos a seguir luchando vivamos lo que vivamos. Y espero que tú también.
Yo también lo espero.
-Bien (ríe).
¿En estas tres décadas ha adquirido una nueva perspectiva de lo que escribió sobre su madre?
-No.
¿Piensa que su madre pudo haber tomado otro camino que no fuese el del sufrimiento tras el fallecimiento de su padre? ¿O el contexto de la época fue determinante para condicionarla?
-Hubiese podido tener una vida diferente si hubiese podido elegir. Si el mundo hubiese sido diferente o si hubiese nacido 30 años después hubiese sido feminista. Lo tenía dentro.
Sus padres fueron comunistas durante la Gran Depresión. No era algo muy habitual.
-Eran socialistas, comunistas, y yo crecí en ese ambiente. Mi madre fue una mujer valiente que en la crisis de los 30 trabajó para el Partido Comunista. Pero cuando mi padre le dijo que dejase de trabajar y también de colaborar con el partido, lo hizo. Para ella fue más importante el amor que esa independencia con la que ni siquiera ella pudo llegar a soñar. Cuando me tocó a mí, yo hice las cosas de una forma distinta. Mis padres tenían una relación muy romántica y eran la envidia de todos. Ella se aferraba a ese amor y eso es lo que daba significado. También tenía la ambición de tener algo importante en su vida y ese romance que tenía con mi padre es lo que le daba valor. Ella me confesó tiempo después que envidiaba mi independencia. En ese sentido se puede decir que fue una víctima de su tiempo.
¿Cómo influyó en usted el contexto político que vivió en su casa?
-El marxismo y el Partido Comunista fueron mis primeros romances (ríe). Cuando era niña, lo era todo. Precisamente, escribí un libro que se llamaba así: The romance of american communism. Para mí lo era todo. Luego, crecí y me alejé de todo eso. Y hasta que llegó el movimiento de las mujeres no retorné a la política. Esto me dio un aspecto del sentido político de la vida. Ojalá pudiera sentir ese romance todavía. El romance de la clase trabajadora fue emocionante. Mi padre trabajaba en una fábrica y cuando murió yo tenía 13 años. Muchas veces me pregunto si a mi padre le hubiese gustado la mujer en la que me he convertido; no lo creo. Él no veía que las mujeres tuviesen un papel fuera del hogar.
Su madre sí que luchó porque usted fuese a la universidad. Eso fue una actitud bastante feminista para la época.
-Sí, es una cosa sorprendente. A mi alrededor las chicas se ponían a trabajar en cuanto terminaban la educación secundaria. Así que en eso tuve suerte.