La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar, pero no es la mirada misma”, decía Susan Sontag, escritora y cineasta norteamericana. Los fotógrafos lo saben y siguen indagando para mostrarnos mundos paralelos a eso que llamamos realidad, que muchas veces se reduce a una mera construcción social o cultural. Esos mundos, esas visiones, esas realidades han sido mostradas desde los inicios de la fotografía a través de exposiciones, pero también en soportes de papel, libros que, las más de las veces, revelan el proceso de cada trabajo (no tanto el trabajo mismo).

Publicado en 1944, The pencil of nature, de William H. F. Talbot, constituye la pieza primigenia del puzzle; esta obra es considerada como el primer libro fotográfico de la historia, y constata que el fotolibro comenzó a caminar con la historia misma de la fotografía, es decir, es algo consustancial a ella. Tras el creador del calotipo llegaron más artistas, y muchos apostaron por este soporte, conformando una historia paralela de la disciplina. “Solo hay una disciplina que se explica a través del libro, además de la literatura, y es la fotografía”, asegura Ricky Dávila, director del Centro de Fotografía de Bilbao (CFC). “Los otros artistas visuales -asegura- encuentran un remedo de la obra original, un catálogo; el fotógrafo, en cambio, puede encontrar parte de su discurso en el propio libro, algo que luego se puede complementar con una exposición”.

El libro fotográfico ha sido desde mediados del siglo XIX una forma de arte autónoma, un modelo eficaz para presentar, comunicar y leer fotos a través de conjuntos de imágenes con argumentos y significados complejos. Dávila añade que el fotolibro “ha naturalizado el proceso fotográfico de muchos fotógrafos”, que no piensan en él como “el coronario de un gran recorrido o el inventario de una carrera artística. El libro de fotografía es un vehículo de expresión personal al alcance de cualquiera”.

La editorial Dalpine edita y distribuye libros de autor, y una de sus responsables, Sonia Berger, refrenda las palabras de Dávila: “El formato nos parece una manera interesante de presentar un proyecto completo, de una forma coherente, con una secuencia narrativa, con un diseño acorde a su contenido,... Se trata de un objeto artístico, y en un proyecto de este tipo es muy importante la relación íntima que se establece entre el lector y las imágenes”.

Berger y Dávila coleccionan libros de fotografía desde hace tiempo, y aseguran que a través de estas publicaciones se puede hacer un relato completo de la historia de la fotografía, lejos de algunas teorías academicistas. Esta historia está viviendo un momento crucial, de eclosión y de diversidad de propuestas. Dávila desgrana las razones de esta proliferación de fotolibros: “Los fotógrafos han encontrado un cauce de expresión mucho más practicable que la exposición. Además, ahora tenemos una generación de fotógrafos ilustrados que conocen la historia del fotolibro y, por otro lado, los costes de edición se han abaratado mucho. De la ejecución del fotolibro al fotógrafo solo le separan 2.000 euros”.

Estas dos circunstancias han abonado el terreno para este tipo de soportes, aunque sacarle rendimiento económico a la tarea editorial es harina de otro costal: “Nunca lo hemos planteado como negocio, lo hicimos por determinación personal. Hace cinco años, cuando creamos Dalpine, éramos estudiantes de fotografía y coleccionistas de libros. Visitábamos muchas ferias y vimos que no había muchos fotógrafos españoles; pero fuera sí que había circulación de libros autoeditados. Y quisimos probar, apoyados por las redes sociales e Internet, primero como distribuidora y más tarde editando o coeditando libros propios”.

Ese páramo que describe Berger empezó a poblarse hace años, y en estos momentos los fotógrafos estatales figuran entre los más reconocidos de Europa. Además, en algunos casos están arropados por nuevas editoriales: como Cabeza de Chorlito, Ediciones Anómalas, Mestizo, Riot Books o la propia Dalpine. “España es ahora mismo un hervidero de talentos, con seis o siete fotógrafos excelentes que conforman la expresión de todo un movimiento”, se congratula Dávila. “Además, abundan los foros de pedagogía, como el CFC -en Bilbao-, o Internet, donde fluye la información”. Y matiza: “Se equivoca quien piensa que la fotografía es lo que están sancionando los medios de comunicación, que confunden cultura con entretenimiento. Todo lo bueno está fuera de ahí”.

Pero ni el fotolibro ha podido huir de la voracidad y el afán de los grandes coleccionistas, siempre dispuestos a pagar cifras desorbitadas por ejemplares concretos. “Sí, hay algunos ejemplos de ello; buscan ediciones raras, agotadas. Pero hemos visto algo novedoso en los últimos meses: el mercado del coleccionismo está apostando por autores muy jóvenes que aún no han trascendido, y sus libros se agotan en pocas semanas, resalta Sonia Berger.