Emil Maurice esperaba impaciente al emisario en el bar del Prinz Albrecht Hotel. La implacablemente bien engrasada burocracia de la Gran Alemania del Reich funcionaba como un reloj con cuchillas en lugar de agujas y el dictamen debía arribar a su domicilio ese 2 de noviembre de 1935. Pero él no era un ciudadano cualquiera. Y había pedido que se lo entregara un ordenanza en persona. Tenía prisa. Quería casarse cuanto antes. Eran tiempos de gloria.

Echó una mirada nerviosa por los ventanales del viejo hotel. A lo lejos se divisaban los árboles que jalonaban la Wilhelm Strasse. Más allá, surgiendo de la Potsdamer Platz, la Stresemann Strasse. El frío caía sobre Berlín como un sudario helado. La gente caminaba por la Prinz Albrecht Strasse embozada bajo gruesos sombreros, bufandas de lana y largos abrigos de paño. Los automóviles arrojaban un humo espeso y pesado. Todo el mundo parecía querer ocultar algo, además de protegerse del inminente invierno. No lo consideró extraño. En los portales de esa calle abrían sus fauces la Geheime Staatspolizei, la Inspektion der Konzentrationslager y la Sicherheits Dienst. Tres de las principales instituciones que salvaguardaban la grandeza del Reich. Quizá porque se generaban corrientes con los oscuros patios interiores, de sus portalones salían a menudo bocanadas de aire más helado aún que el de la intemperie. Se notaba en los escalofríos que sacudían a los paseantes al caminar frente a ellos.

A pesar de que había nacido al norte, en Schleswig Holstein, frontera con Dinamarca y orgullo de Jutlandia, la gélida Prusia le hacía añorar Baviera. Sobre todo, Múnich. Acababa de celebrarse la Oktoberfest en la Theresienwiese, cerca de la Hauptbahnhof. Y él tuvo que permanecer en Berlín, lejos de las jarras de cerveza, los acordeones y las largas noches de bailes y canciones con los camaradas.

Guardaba incluso grandes recuerdos de la reclusión en el fuerte de Landsberg, al sur de Baviera. Hacía algo más de diez años de aquello. Después de que los cobardes burgueses y los militares tibios provocaran el fracaso del Putsch de Múnich de 1923, creyó que los tribunales iban a mandarlos al paredón por dar un golpe de Estado. Les condenaron a cinco años que se redujeron a nueve meses. En Landsberg ayudó a su amigo Adolf Hitler a convertirse en el Führer. Escribieron Mein Kampf a seis manos con Rudolph Hess. Ensayaron discursos, tejieron argumentos, planificaron la futura organización del Partido y establecieron alianzas con los descontentos que les visitaban.

Siempre se había ocupado de cuidar a Hitler. Desde 1920 era jefe supremo de las Sturm Abteilung. Poco más tarde le cupo el gran honor de ser elegido miembro de la guardia personal del líder del Partido Nazi. En esa época no era un camisa parda cualquiera. Y todo volvió a la normalidad cuando les soltaron de Landsberg. Su movimiento político crecía como la espuma. Formaban una ola sobre la que Alemania barrería a los corruptos liberales, los judíos y los bolcheviques de toda Europa.

Emil Maurice abandonó los anhelos de aquel ya lejano 1925, que se habían transformado en una firme realidad, y pidió una copa de grog al camarero del bar del Prinz Albrecht Hotel. Encendió un cigarrillo. Se sentía inexplicablemente inquieto. No existía razón para aquella comezón. Se miró en el enorme espejo que duplicaba la imagen del piano de cola del salón. Vio a un SS Oberführer. Impecable. Con sus botas y su pantalón de caballería negro. Su guerrera color azabache con las dos hojas de roble plateadas en el cuello, los galones trenzados en las mangas y la gorra de plato, con la calavera y el águila del Reich, ligeramente ladeada. Era un hombre alto, fornido a sus 38 años, con su ancho bigote cuidado con mimo. Se trataba de los rescoldos de un joven temerario y mujeriego.

El hoy Oberfüher había participado en el nacimiento de las Schutz Staffel. A pesar de que no era ni había sido jamás el mando supremo, primero lo fue Julius Schreck y después Heinrich Himmler; Emil Maurice ostentaba el carné número 2 de las SS. Solo tenía al propio Adolf Hitler por delante, con el incuestionable número 1 ¡Heil Hitler!

Hacía poco más de un año, en 1934, Emil había sido uno de los SS que más activamente participara en la noche de los cuchillos largos. La madrugada de ese 1 de julio siguieron la orden del Fürher de entresacar la decadencia de las viejas SA. Mataron a cientos de veteranos Camisas Pardas cuya fidelidad a Hitler se sospechaba que flojeaba. Maurice no dudó en vaciar varios cargadores de su propia Luger sobre los cuerpos de excompañeros. Pero siempre entendió que la grandeza del Reich de los mil años se situaba muy por encima de los sentimientos personales. Eran tiempos de gloria. No cabían vacilaciones. Como no las cabían con comunistas, judíos, gitanos y otros subhumanos.

Apuró el pitillo cuando observó al ordenanza, de uniforme azul y botones dorados, atravesar el atrio del hotel con un gran sobre lacrado. Deseaba cumplir el trámite, tomar el ramo de flores, dirigirse a casa de su amada, levantarla en volandas, casarse y disfrutar de un permiso en el sur, en Múnich. Allí celebrarían las fiestas de esponsales. El ordenanza inclinó la cabeza al entregarle el documento. Maurice lo abrió. Se trataba de un certificado preceptivo para las SS desde su fundación y, desde hacía unos días, para todos los ciudadanos alemanes.

A Maurice se le cayó la colilla de los labios. Se sentó mareado sobre uno de los taburetes altos del bar del Prinz Albrecht Hotel de Berlín y exigió otro grog. El certificado de pureza aria, imprescindible para la licencia matrimonial, revelaba que su bisabuelo Charles Maurice Schwartzenberger, el fundador del Teatro Thalia de Hamburgo, era judío.

Esa fue la primera derrota de los nazis.