La casa verde no se alzó como alegato alguno contra los maltratadores del medio ambiente ni como sede de Greenpeace en el botxo, ni el edificio del tigre está habitado por fieras salvajes. ¿Cuántas plazas del árbol pueden existir en cualquier ciudad del mundo? ¿Cuántas redondas o elípticas? Existe toda una geografía de lugares comunes que recrean una cartografía distinta de Bilbao. Lugares que un día perdieron su nombre a costa del cariño, la chanza (de todo hay) o la costumbre de los ciudadanos, que hicieron suyo un callejero sentimental.

¿Por qué se concede a alguien el recuerdo póstumo de que su nombre bautice una calle? La vieja costumbre se remonta tiempo atrás y está plagada de éxitos, olvidos, agravios y homenajes. Llama la atención, por ejemplo, que el callejero de Bilbao mantiene un muy bajo porcentaje de nombres de mujer. Es el rescoldo de una vieja historia, la ceniza de los tiempos pasados. La ausencia de la mujer -o su presencia poco significada, para ser precisos- es el primer olvido de esta travesía.

Hay excepciones, cómo no. Entre ellas sobresale Casilda Iturrizar, la única mujer que da nombre a dos zonas de la ciudad. No es demasiado conocido que ella es la viuda de Epalza. Al menos su nombre pervive de esta manera porque el parque que se levantó al abrigo de su benefactora bolsa -parque de Doña Casilda Iturrizar- es más conocido hoy como el parque de los patos, merced al estanque central que acoge en su interior a animales de esa misma especie, así como a cisnes y pavos reales. El parque cívico, construido a semejanza de otros existentes en ciudades industriales de Inglaterra y EE.UU., está considerado como el pulmón verde del centro de la ciudad.

Entre Minerva, la diosa que preside el instituto central, y San Mamés se tiende Licenciado Poza. En realidad se trata de Andrés de Poza y Yarza, un estudiante perito en matemáticas, astronomía, navegación y lingüística cuyo recuerdo es hoy, humo. La calle, punto de encuentro de jóvenes y arteria gastronómica de la ciudad, se ha pluralizado, hasta el punto de que nombrar Pozas, en este Bilbao del siglo XXI, es lo propio.

Corre el artículo calle arriba y calle abajo a la búsqueda de tierras de nombre popular. El caso de dos de los puentes es, sin duda, singular. Han cambiado su nombre en repetidas ocasiones, siendo la ciudadanía la que marcó su actual denominación con un criterio tan sencillo como lógico: su desembocadura. Así, el puente del Ayuntamiento, fue conocido primero como puente de Begoña y más tarde como puente del General Mola, nombre que sostuvo hasta 1983, pese a que la ciudadanía ya le llamaba con su actual nombre oficial desde mucho antes. Otro tanto ocurrió con el hoy conocido como puente de El Arenal. Construido bajo el nombre de puente Isabel II, tras su voladura en 1937 y su reconstrucción, en 1940, pasó a llamarse puente de la Victoria. No hace falta decir que, transcurridos unos años, el pueblo comenzó a nombrarlo como puente de El Arenal, nombre oficial a partir de 1980. Hoy en día -quién sabe si no por mantener viva la tradición puentista- los bilbainos han emprendido una nueva cruzada. El puente Zubi Zuri es conocido por sus partidarios como puente Calatrava y por sus detractores como puente Patinaje, habida cuenta de los frecuentes resbalones lo acreditaban.

Es el Bilbao de los nombres populares el que emerge ahora. Aquel que bautiza a la plaza de Federico Moyúa, primer alcalde del Bilbao moderno, como plaza elíptica. Puestos en clave de rotondas, los bilbainos consideran que la plaza Ametzola no es tal, sino la plaza del árbol, antiguo albergue de un txakoli y punto de encuentro de taurinos y de talleres. 

Y la plaza España fue conocida por plaza Circular, su nombre actual. Cuesta abajo en el paseo, el edificio que alberga al hotel Indautxu -y que naciese con el nombre de chalé de Gordoniz- tuvo por nombre (y aún tiene entre los más veteranos) el sobrenombre de la gota de leche, debido al cobijo que recibían entre sus cuatro paredes los expósitos. Sigue la historia enmarañándose entre los nombres oficiales y los populares. No se conoce, por ejemplo, el nombre que reza en la partida de bautismo del singular edificio de Botica Vieja. Desde mediados del siglo XX, cuando Correas El Tigre, se instaló en su interior y la escultura de Joaquín Lucarini talló un felino en la azotea, visible desde buena parte de la villa, se ha conocido por ese mote: el edificio del tigre. Durante años se ha debatido en las tabernas si en realidad era tigre o leona, pero visto de cerca la duda se resuelve: Lucarini le talló unos pelendengues que no se aprecian a pie de calle pero que están ahí, bien puestos.

No se detienen ahí los sobrenombres. Así, la que ha sido sede de la Cámara de Comercio de Bilbao hasta hace bien poco ha sido conocida, desde su creación, como la casa verde o la casa de la pradera, mientras que cualquier turista se desorientaría en Bilbao si pregunta por la Estación Indalecio Prieto en lugar de la estación de Abando. 

No es fácil, tampoco, quedarse con el nombre de Variante Ovoide de la Ocupación de la Esfera, la escultura de Oteiza, frente al Ayuntamiento. Basta con decir la txapela para entendernos, al igual que las bocas del metro fueron bautizadas, hace ya unos años, como fosteritos o el Guggenheim, por los detractores y envidiosos como la caseta del perro. Este de las calles y lugares renombrados es, a todas luces, un Bilbao menos solemne. Y más divertido.