Parece una utopía orgánica, un sueño vegetal en el que se reproduce, a nada que se active la luz de la imaginación, diversos pasajes de la historia de Bilbao. Es este todo un desafío: leer entre las hojas de los árboles, en las circunferencias de los troncos, diversos episodios de un Bilbao que crece pero que se asienta en profundas raíces. Los versos de García Lorca son la inspiración de este artículo, esos versos que decían algo así como “¡Árboles!/¿Habéis sido flechas/caídas del azul?/¿Qué terribles guerreros os lanzaron?/¿Han sido las estrellas?/Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros,/de los ojos de Dios,/de la pasión perfecta./¡Arboles!/¿Conocerán vuestras raíces toscas/mi corazón en tierra”.

Han sido cientos –¡qué digo cientos, miles!– los árboles de Bilbao con historia. Este paseo por la alameda se detiene en cuatro, bajo cuya sombra, siempre ya metafórica, uno puede sentarse a leer las historias tatuadas en su corteza, como si fuesen los bíceps de un marinero en tierra. Les reto a que lo hagan.

Cuenta la historia que cuando se erigió, en 1190, la iglesia de San Vicente de Abando, se abrió un camino y se plantaron a sus orillas dos hileras de robles. Uno de ellos situado en la Républica de Abando, que no se anexionó totalmente a Bilbao hasta 1890, duró hasta 1881 y era llamado popularmente Árbol gordo de Arbieto. Era un roble gigantesco y al abrigo de su sombra se celebraban la junta vecinal anual de los feligreses de San Vicente de Abando.

¿Fue un árbol célebre...? Debió serlo si Miguel de Unamuno escribió sobre este ejemplar un poema titulado Las estradas de Albia: “Aquí donde hoy esta plazuela / antaño se alzaba el Árbol Gordo / y las que hoy son cuajadas calles / eran huerta y verdura”. Trueba pasaba bajo el árbol sus buenos ratos. También llegó a recogerse en su sombra, según apuntan los textos del ayuntamiento, un apacible presbítero andaluz que había ganado la cátedra de matemáticas en Bilbao, don Alberto Lista.

El árbol acompañaba a la Torre del linaje de los Arbieto, que llegaron de Orduña a poco de fundarse la Villa de Bilbao, en 1300. La calle trasera del palacio de Diputación, recuerda la vieja propiedad de estos terrenos. Murió en abril de 1881 con 91 años, hecho todo un Matusalén.

Es quizás el más olvidado por el pueblo, por mucho que fuese toda una leyenda arbórea. Como también lo fue el afamado Tilo del Arenal. Hablamos de un árbol plantado por el ingeniero agrónomo Santiago Brouard en 1809 y que fue trasladado desde Abando en 1916. Sus raíces, comprobaron tras su muerte, llegaban hasta la Plaza Nueva, a modo y manera de tentáculos. De nuevo aparece la cháchara de los rumores. Dicen que a la sombra de este tilo escribió Unamuno cartas de amor a Conchita Lizarraga y que Trueba buscaba a diario y a su sombra la inspiración de las musas. Era aquel Arenal de paseos al que se iba para oír misa, ir al teatro, disfrazarse de carnaval o hacer negocios en el Banco de Bilbao.

¡Rayos y centellas! Cómo debió ser aquella noche. ¡Qué tormenta y cuánto tormento! El 1 de abril de 1948 entró, supongo que por la Ría, un viento huracanado en torno a la una y diez de la madrugada, según explicaron los periódicos. El tilo tenía 132 años y, según recogen las crónicas, esa misma noche acudieron montones de bilbainos a despedirse del árbol y llevarse a casa unas astillas o unas hojas. Esteban Calle Iturrino escribió: “Era muy viejo y también muy bilbaino”.

Miren que curiosidad. Un descendiente de aquel Tilo del Arenal, cuya memoria se conserva hoy en un café del Arenal del mismo nombre (de su larga vida da fe la decoración de este local. Sus paredes están decoradas con frescos, y entre ellos destaca el árbol que le da nombre...), se encuentra en el parque de Ametzola. Curiosidad, les decía, porque bien cerquita, en la plaza de Ametzola, habita el tercero de nuestros protagonistas. Les cuento.

No arrastra tanta leyenda como las de sus predecesores pero, aledaña a la plaza de toros de Vista Alegre, se sitúa esa plaza que da nombre al barrio. Los bilbainos y bilbainas de ayer y de hoy consideran que la plaza Ametzola no es tal, sino la plaza del árbol, antiguo albergue de un txakoli célebre y punto de encuentro de taurinos y de talleres. El árbol, como les decía, quizás no tenga historia pero cabe recordar, ahora que vivimos ya en año olímpico, que José Ametzola, antiguo propietario de los terrenos que ocupa la plaza y originario del barrio del mismo nombre de Zeberio fue vocal del Banco de Bilbao y, junto a Francisco Villota, el primer deportista vasco que consiguió una medalla de oro en los controvertidos Juegos Olímpicos de París de 1900, los segundos de la era moderna. ¿La modalidad? Cesta punta.

Camine el paseante hacia las tierras llanas del Bilbao de hoy y deténgase en la plaza de Arriquibar, durante tantos años sombrerada por viejos Castaños de Indias. El último de los mohicanos, el último Castaño de la primera plantación al que los vecinos llamaban El abuelo, fue talado en 2018. A la sombra de esas copas, una mujer que vestía de modo peculiar y usaba unos sombreros extravagantes. Daba de comer a los pájaros y, a modo de Penélope moderna, calcetaba sin cesar. Se llamaba Mercedes Lorenzo Sauto. El pueblo le llamaba La loca de Arriquibar o La loca del sombrero. Parece ser que buscaba venganza por un amor no correspondido o a un amor que se le fue. No hay árbol vivo al que preguntar.