E aquí la historia con aires de epopeya de un comercio de Bilbao que comenzó en Otxandio, tierra que sangró a mediados del siglo XIX (1833-1840) durante la primera guerra carlista. En aquellas calles se levantaba la casa natal de Ildefonso Arrese, propietario de una voluntad de hierro y una visión de futuro poco común. Con la idea de “conocer mundo”, Ildefonso llegó al Bilbao de los 15.000 habitantes a mediados del siglo. Allí contrajo matrimonio con Catalina Begoña, una boda de la que nacería, ya en 1852, una dulce leyenda. No por nada, con la ayuda de los padres de ambos, pusieron en marcha en el número 8 de la calle Bidebarrieta un ultramarinos con el nombre del apellido de él, Arrese. Nacía una firma mayúsucula y golosa.

Era una preciosa pastelería - confitería situada en los bajos del número 8 de la calle Bidebarrieta. Estaba decorada con mármoles de Carrara y toda clase de lujos, lo que despertaban la curiosidad y el gusto de un Bilbao efervescente. Su éxito fue tal que llegaron a tener cinco pastelerías (Bidebarrieta, Atxuri, Estación, Iralabarri y Astarloa), además de una fábrica de toffes y bombones que tenían en el barrio de Iralabarri.

Hay que aclarar que la especialidad de aquel comercio de comestibles fueron los dulces de elaboración propia. Arrese, favorecida por la edad de oro de la economía vizcaina (finales del XIX, principios del XX), fue ensanchando su nombre y su fama. Ya no era Ildefonso el capitán de la nave sino uno de sus hijos, Francisco, quien hizo que el comercio levantase el vuelo. El almacén de ultramarinos fue transformándose, de su mano, en un establecimiento caracterizado por el buen gusto. Francisco Arrese, hombre peculiar, aficionado a las antigüedades e inversor poco afortunado que hipotecó sus esperanzas en negocios mineros poco lucrativos contrajo matrimonio con el prototipo contrario: una mujer positiva con gran sentido práctico y habilidades para gestionar la fortuna familiar, Gregoria Etxebarria. Despegaba la historia.

De aquellos días brotaron algunas de las ideas que contribuyeron a la grandeza de la casa. La marca Arrese, una “H” y una “A” con un barquito ubicado en mitad de ambas letras. De la pastelería de Bidebarrieta se pasó a abrir otra en Atxuri y una tercera, en Gran Vía (1923). Hoy aún perdura, con la elegancia de aquellos felices años veinte.

Sin embargo, el producto que daría fama a Arrese y por el que fue conocida fueron sus famosos toffes, fabricados en una instalación construida en Iralabarri donde se confeccionaban toffes y bombones envasados en las características cajas de hojalata esmaltada, y en otras cajitas pequeñas de color amarillo que contenían dos toffes y que se vendían en los numerosos cines que tuvo Bilbao. Aquel fue sin duda un recurso publicitario avanzado para la época, que contribuyó a divulgar la imagen de Arrese. Digamos que esa es la prehistoria de las trufas de Arrese, sin lugar a dudas el collar de perlas del Bilbao más goloso.

Aparece en escena entonces, doña Concepción, hija de Francisco Arrese. Le correspondió por testamento la tienda de la Gran Vía. La de Atxuri pasó a manos de la viuda de Nicolás Arrese, y la de Bidebarrieta, así como la fábrica de toffes, a Francisco Arrese. Mantuvo ese espacio que hace chaflán con Astarloa. Concepción contrajo matrimonio con Marcos Orueta, nacido en Deusto, el último alcalde que tuvo Deusto antes de anexionarse con Bilbao. Pero fue ella quien asumió el desarrollo del negocio desde la Gran Vía. Una gran matriarca.

Digamos que antes de que estallase la Guerra civil con sus estragos y el estraperlo con sus miserias, los Hijos de Arrese (de ahí la H A de la que les hablaba antes en el emblema...) también pusieron en marcha un espléndido salón de té cuya decoración a la inglesa, chesters, vajilla y servicios de plata causaron admiración entre la burguesía local. Estaba situado en la esquina de la calle de la Amistad y Estación (hoy calle Navarra), frente a la Sociedad Bilbaina. La guerra civil marcó el declive del negocio.

Los difíciles momentos obligaron a dividir el negocio entre las diferentes ramas de la familia, lo que sólo sirvió para ir cerrando una a una las tiendas y la fábrica. La excepción fue la tienda de la Gran Vía, que aguantó, por fortuna para la ciudad, aquellos años de penuria.

Recordemos que la mítica pastelería que abrió sus puertas en 1923 (está a un paso de cumplir el siglo de vida en la Gran Vía...), mantiene afortunadamente inalterable su decoración en sus principales elementos, especialmente con el soberbio mostrador de mármol de Carrara, sus detalles de ebanistería y sus molduras. Entrar en ella equivale a emprender un viaje al pasado, casi al palacio de la confitería.

Sigamos con la herencia. Los hijos de Doña Concha: Pepa, Marcos, Diógenes, Luis (Poto, para los amigos...) y Carmen siguieron rumbos personales y profesionales distintos, aunque quien mantuvo la tenaz gestión del negocio fue Carmen Orueta y sus tres hijos. Desde los años 90, Arrese ha diversificado su presencia en la ciudad con cuatro tiendas en Bilbao, y una en Las Arenas. La última de las pastelerías abiertas representa un gesto simbólico de retorno al Casco Viejo(allá en el Arenal esquina con la calle Correo).

Carmen Orueta y sus hijos mantienen la marca registrada Hijos de Arresee introducen una imagen renovada de la pastelería tradicional que les ha dado prestigio por su calidad desde los años 60, con sus famosas trufas, palmeras de chocolate, pastas, losetas bilbainas de chocolate, y pastelería variada. No cabe duda que en la carta de productos figuran especialidades como las trufas y las palmeras. Las primeras, tan apreciadas e irresistibles, destacan por su generoso corazón cremoso y suave, que está envuelto por una crujiente cobertura de chocolate de gran calidad. En conjunto, resultan ligeras, bien acabadas y con un sabor natural. Un pequeño juego de texturas y contrastes que bien pueden ser clásicas y de notable tamaño o de crema de café, nata, naranja y coñac. El otro producto estrella, las palmeras de chocolate, aumentó su popularidad con el paso de los años. La receta incluye un hojaldre muy trabajado y mejorado, que se cubre con chocolate trufado, dando un resultado soberbio y perfecto.