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Un mundo extraño

Quisiera saber dónde esconden el teléfono en esta casa. Eso debe de ser el reloj. Pero qué más me da la hora. Me cambian de casa cada día. Esta tiene las paredes pintadas de colores. La mía, la de siempre, era mucho más elegante

Un mundo extraño

ESDE hace un tiempo, no podría precisar cuánto, cada mañana es diferente. Siempre me encuentro con el rostro pasmado de una joven, la misma o no, que me mira con los ojos muy abiertos y un gesto de angustia. O quizá se trate de sorpresa. Me da los buenos días con dulzura fingida. Me alegra todo esto porque siempre quise que las mañanas, los días y las noches fueran diferentes de las anteriores. O casi siempre.

De niña me provocaba una dolorosa sensación de desasosiego imaginar que cada jornada del futuro sería idéntica a las demás. Me bastaba con que fuera muy parecida. La sola idea funcionaba como un instrumento de tortura perfecto en mi ánimo. Recuerdo con detalle el malestar que me causaba. Era un dolor suficiente para arruinarme la semana. A pesar de que no se tratara de algo concreto. Solo lo causaba el temor a un futuro mecánico e idéntico a sí mismo. Me amohinaba. Las horas copiadas del mismo molde debían de ser el infierno. O, al menos, el purgatorio.

A menudo esa angustia me impedía salir a jugar con Julita la del sacristán y Paula la del panadero. Paula solía correr bajo la luz diagonal del sol con el polvo del trigo espolvoreado en su cabello, tan grueso y tan negro, recogido en una trenza que parecía una maroma embreada. Paula olía a maíz. Y Julita a agua bendita. Qué buena era Julita jugando a la goma, con esas piernas larguísimas. Mientras nosotras nos esforzábamos, a ella le bastaba con mover las rodillas con desgana mientras masticaba su interminable caramelo de malvavisco. Una de esas tardes me casé. Pero entonces yo no era tan joven como ahora.

Sonaron las campanas durante mi boda en la parroquia de Santa Bárbara. Cada tañido se mantiene con un eco claro en mi memoria. Un tin-tán festivo. Qué alegría. Las macizos de calas blancas nacían del surco pegado al pórtico de piedra y tejas rojas. Dos abejas muy lentas, con sus cuerpos amarillos y negros sujetos por el fulgor transparente de las alas, lo vigilan todo. Bailan entre las cabezas azuladas de las begonias. Mi padre se sujetaba los puños de la camisa vainilla con unos gemelos triangulares, de ámbar, con un filete de oro en el centro. Papá olía bien los domingos. Como a madera y tabaco húmedo. Los días de labor era otra cosa. Me gustaba planchar el embozo blanco de las sábanas de hilo esas iniciales bordadas en rosa. Dejarlo crujiente. La plancha se calienta sobre la chapa negra de leña. El asa es de madera. La salida silba al comprobar si su triángulo, que es la quilla de un barco seco y ardiente, alcanza la temperatura adecuada.

El barco. Jacinto se sube al barco. Es una nave enorme, blanca y con remiendos de óxido en cada esquina. Con su ancla perezosa y oscura suplicando clemencia a la ley de la gravedad. Los marinos, bajo cientos de gorras blancas, salpicados de sonrisas muy abiertas, saludan a quienes les despedimos en el muelle. Me pregunto si Jacinto regresó alguna vez a aquel puerto de enlosados quebrados, escaleras gastadas por el salitre y tableros picados de viruela, en el que las chalupas descoloridas cabeceaban amarradas al fondo del mar. ¿Jacinto? Debo llamar a Jacinto. ¿Qué será de él?

Quisiera saber dónde esconden el teléfono en esta casa. Eso debe de ser el reloj. Pero qué más me da la hora. Me cambian de casa cada día. Esta tiene las paredes pintadas de colores. La mía, la de siempre, era mucho más elegante, con su papel estampado en discretos tonos pardos y cremas. Es como si, de repente, pudiera ver el recorrido del cable del teléfono. De jamba en jamba, desde la caja de registro, que tenía una marca de escayola blanca, hasta aquel rincón de la cocina. El cable rizado. Y el aparato color hueso. Han cambiado los interruptores de sitio. ¿Por qué? Se podían adivinar las palabras preñando aquel cable.

Ahora los teléfonos funcionan sin el cable rizado. La gente los guarda en el bolsillo. Algunos son rosas o azules, como las begonias. A lo mejor Jacinto se fue con su teléfono en el petate. Conseguiré su número. Recuerdo aquellas cejas simétricas, y esa nariz tan masculina, como si lo tuviera delante. Cuando salgo a pasear, si no llueve, trato de reconocerle entre los paseantes. No lo consigo. A pesar de que hace un par de días estuve jugando a la goma con Paula la del panadero. Estaba igual. Con su churrusco de pepito de centeno asomándole por el bolsillo del jersey azul de punto. Un jersey salpicado de pelusas.

La verdad es que me fío poco de los paseos. Sucede que, en este mundo extraño en el que vivo, cada salida es una aventura. La calle que me espera al abrir el portal es una sorpresa. Con cada vez menor frecuencia se trata de la ciudad en la que habito. A veces, incluso los edificios y las avenidas van mutando a medida que camino. Esta misma semana fue que, sin saber muy bien el motivo, sentí bajo mis pies las aceras irregulares de South Street, en Manhattan. De las puertas de los garitos fluían canciones en un inglés desbaratado mezcladas con humo de Lucky Strike sin filtro y perfume de bourbon. Podía ver la corriente del East River. Estuve en Nueva York durante mi luna de miel. Quizá por eso la Gran Manzana viene a mí. Hace poco creí ver a Jacinto con su uniforme de marinero. Pero era Frank Sinatra. Pssss. Ahora ratonean los Reyes Magos en la habitación de al lado. Arrastran los pies y mueven despacito los muebles. ¡Han encendido la luz! Abren la puerta. Es esa chica. La de todos los días. O quizá otra.

—Ama ¿qué haces levantada a estas horas? Venga. Bebe un vasito de agua y te acompaño a la cama.

El hombre ¿Jacinto? Nooo. Qué va. Este es mucho más vulgar.

—Hoy ha estado viendo Un día en Nueva York, Lourdes. Le ha encantado. Hasta tarareaba las canciones. Se ha puesto de muy buen humor. Me ha preguntado si tengo el teléfono de un tal Jacinto. Ya la acuesto yo, Lourdes. Vete a dormir.

El camarote del barco es de teca concienzudamente encerada. La luna oscila más allá del ojo de buey. Alguien respira muy fuerte a mi lado. Al amanecer, el barco habrá atracado en otra ciudad. O quizá en la misma.