En Dinamarca, que son días de fiebre amarilla, el gentío, murallas de personas festejando el Tour, celebraban a Magnus Cort Nielsen en una cota. Un danés rey de la montaña en la planicie. Una utopía. Aún era tiempo distendido, de fuga consentida con Cort y Bystrøm, el último en ceder. Los lugares comunes, el relato de siempre. El día en el que todos temían al puente maldito, el del viento juguetón que todo lo destrozaría, se resolvió con el triunfo de Fabio Jakobsen, el hombre que pudo perecer en el tremendo impacto que sufrió en el Tour de Polonia de 2020, cuando Groenewegen, en una maniobra sucia y temeraria, le mandó contra las vallas.

Inducido al coma, a Jakobsen le tuvieron que reconstruir el rostro con varias intervenciones. 80 puntos de sutura cosieron su nueva cara. La de la victoria. La primera en el Tour. "Todavía tengo que lidiar con las consecuencias de aquella caída. Me debo acostumbrar, porque nunca van a desaparecer del todo. Me siento afortunado de poder seguir disfrutando de competir… y de ganar una etapa en el Tour de Francia", dijo el neerlandés.

Recuperado de aquel recuerdo, Jakobsen, que desbancó a Cavendish como el velocista del Quick-Step para el Tour, gritó su conquista al rebasar a Van Aert, otra vez segundo. Otra gesto. Otra mueca de frustración. Si en la crono se quedó sin amarillo porque lo agarró Lampaert, en Nyborg, el belga se pintó con el color del Tour. Es el nuevo líder. Pogacar viste de blanco. Es el mejor joven, pero por dentro es el único amarillo. Dos veces campeón de la Grande Boucle. El esloveno que intimidó al resto de favoritos en la crono, tiritó. No por el puente ni el viento, que no le afectaron. Se le quedó marcado el nudillo de la mano por la montonera del final. Pogacar negó que se cayera.

PINCHAZO DE POGACAR

A Pogacar le mordió un pinchazo en ambas ruedas. El Tour siempre acecha con el colmillo afilado. Nadie está libre. No respeta jerarquías. Llegó a más de dos minutos de Jakobsen el esloveno. Negaba con la cabeza Pogacar, pero sonreía. El pinchazo se produjo dentro de la zona protegida de los últimos tres kilómetros. Bendecido. Sin embargo, le quedó el poso de que nunca se sabe. Lo recuerda su mánager, Josean Fernández, Matxin. “Lo que más preocupa es lo que no es meramente deportivo”. Sabe de lo que habla. El azar no hay quien lo controle ni lo dome. Afortunadamente, la zona mullida de los últimos tres kilómetros le protegieron. No fue el único que aplaudió la norma. Una caída en el mecano del esprint recordó a todos que el Tour no hace prisioneros. Con o sin puente. Daniel Martínez y Ganna acariciaron el suelo.

TEMOR AL PUENTE

El neón en que parpadeaba el temor, el del puente, era un lejano presagio. El futuro inquietante tenía forma de puente. Los puentes acercan a las personas. Son los abrazos de la ingeniería para unir pueblos. Tal vez por ello, por ser un símbolo de confraternización, se convierten en botines de guerra. Puntos estratégicos para aislar a poblaciones o pértigas que sirven para invadirlas.

El puente de Gran Belt, una estructura bella, magnífica, un logro de la ingeniería civil, es una trinchera infinita que une las islas de Selandia y Fionaa salvando el estrecho del Gran Belt, un pasillo de 18 kilómetros abiertos a los designios del viento, a los caprichos de Eolo. Ah, el viento, la amenaza que es miedo. Pánico. Nada intimida más que un viaje a lo desconocido, a los abismos de uno mismo, a los lugares recónditos de la incertidumbre. Ese era el destino del pelotón, que sabía más de la naturaleza del viaducto que muchos ingenieros.

PENDIENTES DEL VIENTO

En el cónclave de cada autobús, la advertencia fue la misma: atentos, cuidado con el puente. La entrada al enlace entre las dos islas, revirado, estrecho, complejo, era una puerta a la intemperie del aislamiento. Todos tamborileaban los dedos, nerviosos, conscientes de las apreturas y el agobio que suponía el Gran Belt. Apretados por el cinturón. Asfixiados por la claustrofobia a campo abierto sobre el mar. La costa arrastraba los vientos. En el grupo se respiraba la tensión de los días punzantes.

Los favoritos se adueñaron de las primeras filas. Las columnas de equipo, encabezadas por el Jumbo y el Ineos, iniciaron su baile frenético. El Bolshoi ordenado, la coreografía para evitar el caos. Pogacar, que es todos los ciclistas en uno, no buscó el cobijo del equipo. Apenas contó con un porteador. Le bastó. Vlasov escuchó el pshhhh. Pinchazo. No se alteró demasiado el hombre sin bandera. Politt, el gigante alemán, se lo subió a su grupa para reintroducirle. Chris Froome, perdido desde la crono, un holograma del recuerdo, se deshilachó.

Ondeaban a miles las banderas danesas, sacudidas por los espasmos del viento, que anunciaban el laberinto que daba al puente, cuyos pilares son el punto más alto de Dinamarca. A la primera curva con malas pulgas, se agitó el Jumbo. Pogacar, de blanco, la pureza de la juventud, se adentró en el corpus del enemigo. No pierde ni una brizna de hilo. Aire a la cometa. Libre. Un lastre para Urán. Que se quedó anclado. Se le salió la cadena. El viento de costado que se esperaba, replegó. Viró. Entró de cara. Empujó por el frente. Puñetazos en el rostro. Mejor achatar la nariz que cuidarse de los navajazos que no se ven, que provienen por ángulo muerto no llega ni el bizqueo. Los nervios se hicieron hueco a empellones. Bandazos. Ansiedad. Agitación.

CAÍDA DE LAMPAERT

Yves Lampaert, el líder, se fue al suelo en un nudo en el pelotón. Cayeron varios. Remontó el belga por la fila de coches y la soldadura de Morkov, un fortachón. Resopló Lampaert. Salvado en el puente del diablo. No ocurrió nada más en la estructura salvo el sofoco. Urán se quedó incomunicado del grupo en el que los patricios respiraban con más serenidad después de dejar en el retrovisor el Gran Belt. El cinturón aflojó. Tirantes. Eso rescató al colombiano, que regresó al metraje de la etapa. El viento de costado que se esperaba no asomó y el puente sobre la mar se convirtió en una maravillosa postal.

La velocidad adquirió protagonismo para construir el esprint después de esquivar las fauces del peor viento el que se dirige a las costillas. Tierra a la vista. Asfalto. Tal vez por el suspiro de verse en pie después de los presagios del puente, se distrajeron y en el bamboleo del esprint, en esa danza loca, se produjo una montonera. Cortado el grupo, Van Aert buscó la victoria. De la nada, como un fantasma del pasado, asomó Jakobsen para sisarle el triunfo. El neerlandés se alegró y Van Aert, al fin de amarillo, disfrutó. Un par de minutos después Pogacar llegó con la certeza de que no es intocable. El Tour asusta a Pogacar.