Bilbao - En la Peñíscola de las huertas, las campas, la playa y la mar, asomó Samuel Bronston con su extras, sus caravanas, las cámaras y las luces. El cine. Claro y también con los camerinos para sus estrellas. Charlton Heston y Sophia Loren. El Cid y Jimena. La playa donde ahuyentar a los invasores y el Castillo del Papa Luna. Eran los 60 y el turismo brotaba. Benidorm fue la primera torre de Babel, después se rindió la costa mediterránea, una tostadora. Sol y playa. Sangre y arena. España como destino. Jean-Pierre Drucker, luxemburgués de escueto palmarés, llegó el primero a Peñíscola en un día de turismo. Ciclismo de chancleta tras los episodios pirenaicos: solemnes, locos y bellos. Después de Contador, de su día grande, de su huella para el anuario de la Vuelta, de Quintana, más líder, de Froome en estado depresivo y el Sky con el ambiente claustrofóbico que otorgan las derrotas, apareció Drucker en la playa. Fue el primero en clavar la sombrilla en la tierra del Papa Luna.

Meersman, el mejor especialista de un lista de esprinters tenues, se quedó colgado en medio del esprint. El belga anuló a Bennati, que inició el callejeo por Peñíscola con saña. Llanero solitario. El italiano mantuvo el pulso y Meersman se estiró demasiado rápido en una recta eterna. Un francotirador nervioso. Gatillo fácil. Derribó a Bennati, pero eso le descubrió a demasiadas brazadas de la diana. Drucker, un esprinter que nació del barro del ciclocross, aguardó su turno. A la distancia precisa, galopó como Charlton Heston sobre Bravieca para ganar la batalla. Sin espada, pero con filo, Drucker se asomó al mar como aquellos turistas, un tanto sorprendido, y feliz, muy feliz ante unas magníficas vistas y las expectativas de retozar en la felicidad. Le dio la bendición el Papa Luna, que tuvo un castillo, mucho poder y varios hijos. El antipapa le llamaron. Nunca le importó. No renunció a su jerarquía. Se mantuvo en sus trece. La expresión se acuñó alrededor de su figura. La fortaleza que remata el arenal de Peñíscola, fue el hogar del Papa Luna. Ese monumento lo subrayó la película de Anthony Mann. El desarrollismo, las tumbonas, la paella y la sangría lo convirtieron después en un decorado para los selfies y los visitantes. Un trozo de litoral que llevarse para casa. Que lo mismo reposa sobre una mesa, se estampa en una camiseta, se pega con imán a la nevera o cuelga de un llavero. Cosas de turistas.

calma en el pelotón El día tuvo mucho de ese espíritu de fiesta y relajo tras un fin de semana intenso, con el pelotón rescatado del fuera de control y la carrera efervescente. El mejor plan contra la resaca del cansancio, una jornada de asueto en busca de la jornada de descanso, el mejor de los premios a estas alturas de la carrera, astillado como está el pelotón, piel y hueso. Los ojos en la nuca, los pómulos gárgolas que sobresalen de los andamiajes de alambre. Consumidos los ciclistas. Entre Alcañiz y Peñíscola, el sol de aluminio, una linterna de fuego, el termómetro hirviendo tocaba abanicarse, olvidarse del móvil y del busca, que todavía existe y da la matraca. En busca y captura estuvieron Dillier, Erick Bystrom, Morice, Mario Faria da Costa, Luis Ángel Maté y Vilella.

Acabada la travesía en el Mediterráneo, con Froome taciturno, como si quisiera abrazarse a sus pensamientos y dejar el palique de su equipo, los equipos de los velocistas trazaron una entrada ordenada en Peñíscola. Todos de acuerdo menos Bennati, enérgico en su madurez. El italiano garabateó entre rotondas. Los giros le dieron algo de aire. Esa inercia le propulsó hasta el la avenida del Papa Luna. Quiso la Luna, pero le abrasó el sol, la velocidad de los cuidadores del esprint. A la Vuelta tan puntiaguda, apenas le restan migas para comer en una volata. Bennati, tozudo, se mantuvo en sus trece, como el Papa y no claudicó hasta que Meersman se descorchó. Demasiada espuma. Poco oleaje. Se meció sin salpicar. Nada que ver con la explosión del inesperado Brucker, un tipo con escaso pedigrí, pero con mucha ilusión. “Sufrí en el Aubisque y Formigal, pero quise seguir para encontrar una victoria como esta”, dijo después de su gran día. Drucker y los doce siguientes llegaron el domingo fuera de control. Repescados, el luxemburgués pescó gloria. “Estoy feliz con mi primera victoria en una grande, es como un regalo de cumpleaños atrasado”. Cumplió años el sábado y el ayer se llevó un souvenir de Peñíscola.