bilbao -Después de tres semanas enclaustrado en Francia a la rueda de Froome, -abrochado por la impotencia, atosigado en la canícula del julio francés, donde el sol es británico, amainado frente al perfil de Froome, su leviatán, un coloso-, Nairo Quintana se redime en la Vuelta. El colombiano ha conectado con su instinto, con su naturaleza salvaje, trepadora. Escarabajo. Quintana es otro. Líder con casi un minuto de ventaja sobre Froome, al que endosó 25 segundos en Los Lagos de Covadonga con una ascensión rotunda, repleta de energía y dinamita que dejó malherido a Contador, que perdió un minuto y mira a Nairo con prismáticos, a tres minutos. Un mundo les separa. “La Vuelta se pone cuesta arriba. La subida se me ha hecho larga y el balance es malo por el tiempo que he perdido”, definió el madrileño. Reina Nairo, en su mejor versión. Más primario, lejos de la academia del Sky y del método de Froome, un ciclista con un hoja de cálculo en el pedalier. “Me dediqué a subir a mi ritmo, de la mejor forma y más eficiente que me permitieran las piernas. Obviamente Nairo está en gran forma, ya lo hemos visto en los últimos días”, expuso el británico, un suflé. Quintana resolvió cum laude la ascensión a Los Lagos, donde fue Neil Armstrong, el astronauta del paso y la historia. Pisó la Luna. “Siempre soñé con ganar en esta cima por la historia que tiene”, remarcó Nairo. Levitó Quintana, cuya autoestima ha crecido varios palmos y se elevó sobre el británico, al que aún espera. “Ahora me siento muy bien, mejor que Froome, pero ante la contrarreloj de la última semana necesito 3 minutos”. Cuestión de tiempo.
En Los Lagos no quedó rastro del corredor tímido, reservado y apocado del Tour, donde su horizonte era negro, el color de la casaca del británico. Más tarde la visión del amarillo dejó ciego a Quintana. Nairo recuperó en Los Lagos el tono sepia del ciclismo viejo, el de la épica y la epidermis; aquellos latidos donde solo se escuchaba al cuerpo y al deseo. Crecieron los mitos y la leyendas, la gloria y la miseria a dos tintas en la subida. Ciclismo en blanco y negro, en éxtasis. Nada de pinganillos, los hilos que manejan a los ciclistas en un juego de marionetas tan medido que se asemejan a los diálogos de una telenovela. Quintana silenció ese ciclismo haciendo ruido. Irrumpió cuando Rubén Fernández agitó el champán, demasiado tiempo en el frigorífico. Allí faltaba la burbuja dorada de Froome, apelmazado en la planta baja de la montaña, esperando su turno para coger el ascensor. “Independientemente de lo que estaba pasando me tuve que adecuar al ritmo que me pareció más apropiado para una subida que obliga a un esfuerzo de 30 o 35 minutos”, certificó Froome. El británico se tachonó al laboro de sus compañeros y la serenidad. Rubén Fernández, el acelerador de Quintana, quería llegar a la azotea y puso en órbita el cohete con una antorcha. Contador, que no se pierde una, se encendió de inmediato. Un resorte. El acto reflejo de su ciclismo de zafarrancho y arrebato. El madrileño estimuló a Nairo Quintana, que le siguió el juego. Pactaron borrar al británico, siempre con cobertura, con los datos guiándole. A jirones, Nairo y Contador subían los peldaños de dos en dos mientras Froome optó por la resistencia. Levantó un dique de prudencia para soportar el ataque de ácido láctico. Por delante, Gesink boqueaba, puro contorsionismo y Omar Fraile, en las mismas coordenadas, se sostenía, agarrado a la fe.
Quintana y Contador compartían sidecar y una idea: enterrar a Froome. El británico, un maratoniano, un ciclista de aliento largo, se rebeló. No estaba dispuesto a agachar la cabeza y arrugar los hombros mirando el paisaje. “Pude ver que algunos de los que iban delante iban un poco quemados”, declaró. Orgulloso, campeón, Froome desplegó su pedaleo. Supo Quintana que el británico había conectado la afeitadora. El colombiano no se lo pensó. Nada de dudas ni de cálculos. Como hiciera en La Camperona, saltó sobre la cama elástica de la ambición. Contador, con más alma que combustible, tuvo que plegarse. Bandera a media asta. Froome, conmovedor viendo la espalda del ciclismo, ondeaba el pendón de la remontada en una subida que certificó su determinación, que tiene mayor radio de acción que su equipo y la pantalla a la que no pierde ojo. Recuperado, testarudo, fue un salmón. Olvidado el hipo del inicio de la cuesta, Froome, poseído, trepó como una enredadera. Quintana deshojó a Gesink. El holandés capituló ante el frenesí del colombiano. Con esa pose formidable, bien atado el maillot, de etiqueta, Quintana despejó la niebla que había estrujado Covadonga.
el remonte Froome, rehabilitado para la causa, en un solo magnífico, descascarilló a Contador, al que le faltó velcro para pegarse al británico. “He pagado el intentar seguir el ritmo de Nairo Quintana. Era un momento de la carrera en el que tenía dos opciones: seguir a Chris Froome que por lo visto en 2012 y 2014 al final se atascaba o jugarme la baza de seguir a Nairo y me he equivocado”, dijo el madrileño. Omar Fraile, estupendo, nuevo rey de la montaña, sostuvo la mirada a Froome para ser cuarto en meta, por detrás de Quintana, Gesink y Froome. El vizcaino, que había transcurrido la jornada en fuga junto a Gesink y un puñado de aventureros, compartió plano con el keniata, que no aplacó su manía persecutoria. Contador, al límite después de su despegue con Quintana, se fue al arcén y encendió las luces de emergencia. No habría luces de Broadway ni confeti para el madrileño, que sucumbió ante Quintana y palideció frente a Froome en la cima, donde el colombiano era un rayo de luz. Un fogonazo que iluminó Los Lagos de Covadonga, a media luz durante demasiado tiempo. Nairo deslumbró a todos, pero no apagó a Froome, que fue una vela para después iluminarse como un LED, tenue al inicio, resplandeciente al final en una etapa majestuosa en Los Lagos, que varios almanaques después son lo que eran, un lugar en el que rascar el cielo y festejar el ciclismo. Puro descorche.