Bilbao - Hasta el último aliento, hasta los estertores, a ese lugar hostil, inhóspito, bellamente duro, un paisaje que se dibuja con el filo de las aristas, donde los lagos son de ácido láctico, empujó Nairo Quintana su deseo de ganar el Tour de Francia. Se quedó a un palmo, poco más de un minuto, la distancia que rescató a Froome, descoyuntado, extenuado, boqueante, desvalido en meta, sostenido su perfil de hilo, un papiro, entre un ayudante y Porte, sherpa, guía espiritual y confesor durante una ascensión epidérmica a Alpe d’Huez. Lucirá de amarillo en París Froome tras quedarse pálido, traslúcido, en la cámara de tortura a la que le ató Quintana, que se recreó en la mítica cima. Enfiló el asalto final el colombiano con los ojos amarillos, dispuesto a agarrar el liderato. Lo persiguió, obstinado, Nairo en la cima orange, la montaña de los holandeses, en Alpe d’Huez, la cumbre que ayer consagró un altar al ciclismo. La montaña sagrada fue un museo al aire libre abarrotado de visitantes que acogió una obra de arte, una colección magnífica de ciclismo descarnado, a cara descubierta. La última cena se servía a la hora de la merienda. En Alpe d’Huez, cincelada su mística entre retorcidas herraduras, Nairo Quintana, cada poro exudando valentía, buscó el cielo, la gloria que, finalmente, abrigó a Froome, obligado a explorar el más allá. A las puertas del infierno le llevó la ambición del colombiano, desabrochado el último día, insuficiente sin embargo para mandar a la lona a Froome, grogui sobre Alpe d’Huez, pero en pie para subirse a lo más alto del podio en los Campos Elíseos.
Allí quería pisar Quintana, un colombiano en la Luna de París. Se quedó corto su salto. Esquiló a Froome, le robó un 1:26 en una ascensión prodigiosa, pero el británico pegado a los apuntes de su potenciómetro, sobrevivió al martirio. Ese hilo de vida que le sostuvo en Alpe d’Huez lo trenzó el viernes, cuando Movistar achicó su ambición en la Croix de Fer, el puerto que desnudó al británico antes del strip-tease de La Toussuire, cuando no había biombo capaz de protegerle su huesuda anatomía. Sin equipo, a la intemperie, Quintana le arañó medio minuto en un ataque íntimo, en corto, a apenas cinco kilómetros de la corona del puerto, nada que ver con la aventura del pasional Nibali, que cargó con munición de calibre grueso, a larga distancia.
Desperdiciada aquella oportunidad de caminar juntos, -Nibali entró en meta con 1:14 sobre Froome; Quintana se ha quedado a 1:12 del británico en el recuento final-, Nairo necesitaba escalar un imposible en Alpe d’Huez. El mejor escalador del mundo partía con 2:38 de desventaja desde el campo base. Advertido por la experiencia del viernes, en una etapa corta, exprés, ideal para dinamiteros, Quintana tenía que reventar la carrera voltear el destino. No había mañana ayer. Aquí y ahora. Froome o Quintana. A una carta. Era consciente de ello el Movistar, que decidió abrir el grifo y atacar en cascada después de comprobar que la técnica de la gota malaya no había perforado la defensa de Froome, acuartelado en el Sky.
movistar, desde lejos No amagaron Quintana y Valverde, segundo y tercero al inicio y final del día. Cercaron a Froome. Entraron en combustión en la Croix de Fer, el preámbulo a Alpe d’Huez. Nada de fogueo. El español asomó con los colmillos afilados, presto a encender la mecha para el estallido posterior de Quintana. El movimiento de Valverde era un calco del que realizó Nibali un día antes. Al estirón del murciano le dio continuidad el impulso de Quintana. El Tour había que sangrarlo. Ambos lograron una exigua ventaja sobre Froome, al que llevaba de la mano Porte, magnífico una vez más como porteador. Antes de la pancarta de montaña que cerraba el capítulo de la Croix de Fer, Froome se enganchó a la pareja del Movistar. Con el descenso, disminuyó el oleaje, se recompuso la dentadura del grupo, que había perdido muchas piezas en la agónica escalada y se impuso la calma antes del Cabo de Hornos.
El Tour, más de 3.000 kilómetros, tres semanas desde que naciera con una crono chata en Utrecht, se reducía a Alpe d’Huez, una subida granítica, serigrafiada por la historia de grandes ciclistas, aplastada entre miles de aficionados y sus gritos, sus ánimos, sus bengalas. El humo anunciaba el fuego. A la hoguera llegó con retraso Nibali, al que se le pinchó la rueda con la carrera lanzada. La jauría rastreaba a Geniez, en fuga desde el inicio, con Pinot y Hesjedal, entre otros, puenteando. A las entrañas de Alpe d’Huez entró un cohete, Jonathan Castroviejo. Quintana quería una lanzadera. El colombiano tiró el retrovisor. Porte y Poels, escuderos de Froome, sus héroes, respondieron al desafío de Quintana. Sucedió que el empeño de Nairo era perenne. No cedió, empecinado. Las piernas de Froome ya no eran las de Pirineos y no pudo acoplarse al reto de Quintana, que por el camino se encontró a Winner Anacona, entregado a la causa, a la insurrección. Si Porte alimentaba a Froome, para entonces bordeando sus fronteras, Anacona despejaba el horizonte a Quintana, magnífico, sin edulcorantes, un martillo. A Froome, sin duende, los segundos se le hundían como clavos camino de la crucifixión. Quintana, el ángel exterminador, volaba. Froome, menos académica que nunca su postura sobre la bicicleta, penaba incluso para seguir la estela de Porte, que por momentos tarareaba una canción mientras pedaleaba. Para entonces, Contador ya era historia. Había dicho adiós. Quintana, corajudo, no dejó de agitar el avispero, de perseguir una quimera. Solo Pinot, rehabilitado tras un Tour a contrapelo, le superó en la subida. Pinot buscaba la etapa, Nairo corría hacia la historia, hasta que Alpe d’Huez se encogió de hombros. Cerró la puerta. Se acabó. A Quintana le faltó puerto; a Froome, el aliento. Aliviado, pintado de amarillo, lloró de felicidad el británico (también Valverde, al fin podio), después de que Quintana le arrastrara al límite.