Bilbao - Es difícil datar la aparición de los tiburones en los océanos. Más o menos se cree que viven en los mares desde siempre, desde la creación del mundo. Son viejos los escualos, animales prehistóricos, sabios cazadores, supervivientes, evolucionados, dotados de mecanismos que les hacen imbatibles cuando de atrapar presas se trata. Depredadores perfeccionados por los siglos. Fuertes y veloces, los tiburones olisquean la sangre a kilómetros. Ese aroma les excita. En la Croix de Fer, en los erguidos Alpes, mostraba ayer la aleta un tiburón. Vincenzo Nibali, ciclista antiguo, siciliano, del estrecho de Mesina, olfateó el aire. Olió problemas. El peligro. La antesala del miedo. Detectó las señales de socorro del líder, Froome, al que se le enredó la cadena. El lapso de tracción le cortó el pedaleo, en suspenso en una ascensión de jadeos, de caras dolientes, de piernas apolilladas por la fatiga. Froome, que no podía pedalear, echó el ancla. Pie a tierra. El líder con el buzo de mecánico. Nibali, agarrado a la bandera pirata del arrojo y el orgullo, no lo dudó. Abrió la mandíbula y mordió. “No es una actitud deportiva, no va en el espíritu de lo que es el Tour de Francia”, le reprochó Froome, enrabietado, enojado, encolerizado con Nibali en meta. “Le he dicho lo que pensaba de él”. Bronca. Insultos. Palabras de calibre grueso. “Yo también me he caído y no me han esperado. El otro día se cayó Contador. En este tipo de incidentes no hay reglas”, dijo el italiano, que no quiso reproducir lo que le había gritado Froome. Se autocensuró.
El italiano se había desencadenado en la Croix de Fer. Allí habló. Su discurso fue nítido. Nada de propaganda. Nibali, apaleado en este Tour, lanzó una arenga. Al ataque. Corre sin retrovisor el siciliano. No miró atrás. “No tiene ojos en la parte de atrás de su cabeza”, le bendijo Vinokourov, su jefe, otro ciclista que no giraba el cuello. Atornillado a la valentía, corriendo de frente, alcanzó la gloria Nibali en La Toussuire a la que abrazó salvaje, libre al fin en un carrera que le había enviado a la mazmorra, a las tinieblas, cuando apenas había amanecido. El italiano, campeón del pasado Tour, honró su legado en el ocaso de la ronda gala con una actuación heroica en la puesta de sol. Llanero solitario. 60 kilómetros a meta y Rolland en el horizonte. Nunca agachó la cabeza Nibali, irreductible. El triunfo de Nibali fue un canto al ciclismo que se comunicaba a grito pelado, de donde proviene el eco de las leyendas, los incunables del ciclismo. En La Toussuire, el campeón italiano bramó la paz tras su operística actuación. Caruso. Bravísimo.
A Nibali el instinto le susurró en la Croix de Fer que era el momento de subirse al sillín de la épica después de que su equipo agitara la carrera y de que Valverde brotará con un ataque. En un Tour en el que Froome no había perdido ni un centímetro, la desgracia le ofreció una ganzúa al italiano. La empleó Nibali para abrir la puerta a una victoria bellísima. Su arrojo, su determinación, sirvió de linterna para alumbrar a Quintana, que en el desagüe de la carrera, pudo abrir una ventana de esperanza en La Toussuire al despegar 32 segundos a Froome, al que tanto había revoloteado. Cuando al Tour le resta el último capítulo de Alpe d’Huez, a la espera del epílogo de los Campos Elíseos, Quintana se encuentra a 2:38 de Froome. “Volveremos a probar e intentaremos el todo por el todo”, expuso Nairo.
¿Decisión equivocada?
Eso no sucedió ayer. Aunque la avería de Froome era una invitación a un ataque total, a una apuesta sin reservas, a todo o nada, el colombiano no se enganchó al audaz movimiento de Nibali en la Croix de Fer. El Movistar, con el ábaco del podio atado a cada decisión, optó por la prudencia, por envidar a pequeña cuando la situación demandaba, probablemente, un apuesta más arriesgada, más osada. Tal vez lamenten no haber acompañado al italiano porque la oportunidad era inmejorable. Donde Nibali vio un trampolín, -el siciliano alcanzó la meta con una renta de 1:14 sobre Froome-, Movistar encontró un muro de prudencia. Desestimada una embestida de largo recorrido, Quintana sacó el aguijón en las distancias cortas. Picoteó a Froome, por vez primera con menos vatios que Nairo, en la última ascensión, una vez Rolland se había entregado. Quintana descompuso al británico en poco menos de 5 kilómetros. Dos acelerones le pusieron en órbita. Con ellos rascó 30 segundos al líder, al fin vulnerable, desencajado por el Do sostenido del colombiano, que no atendió al reloj, ni a lo que sucedía a su espalda, donde Froome, engarzado a su potenciómetro, a sus balanceo de cabeza, el casco que se columpia arrítmicamente, cedía a cada palmo. Era una nueva dimensión para el británico. Un viaje hacia lo desconocido, hacia lo extraño.
El ataque de Quintana desveló que Froome, -aislado en gran medida de su división acorazada en una etapa en la que solo resistió Poels- no está hecho de kevlar impenetrable, que le duelen los latigazos cuando estos son profundos. El colombiano dejó huella en la piel de Froome. A Quintana, las piernas acompasadas al rock&roll, se le quedó cortó el puerto. Alcanzó su máxima renta en meta, lejos de la mirada de Froome. Le faltó puerto al colombiano, al fin vencedor en el cara a cara con el británico, que más que el tiempo que le arrancó Quintana, -aún dispone de un mullido cojín (2:38)- le puede doler el golpe psicológico, la sensación de haber visto la espalda de Nairo cuando desde su atalaya siempre observó a sus rivales en miniatura como sucedió con Contador y Valverde, retratada su agonía en las rampas de La Toussuire, sin réplica posible, sin una línea de diálogo que llevarse a la boca. El madrileño, doliente en la Croix de Fer, perdió asiento con Nibali, que amenaza a Valverde tras esquilarle un buen trozo de ventaja. Peor le fue a Geraint Thomas, el delfín de Froome, su sustento. El galés se esfumó en la Croix de Fer. Implosión. Se arrugó, marchito, consumido. Deshabitado, Thomas perdió 22 minutos en La Toussuire, el lugar en el que, a la espera de Alpe d’Huez, juez definitivo del Tour, Nibali mordió y Quintana arañó.