Más que su imagen, porque apenas se dejaba ver aunque no se escondiese, lo que durante el pasado Tour de Francia provocaba una congoja insondable era su voz. Laurent Fignon (París, 1960-2010), que seguía colaborando en la cadena francesa Antenne 2 como comentarista de la ronda gala, era una palabra ronca, de ultratumba, áspera como una lija. Estremecedora. Un lamento hondísimo provocado por un ganglio hipertrofiado que le bloqueó el nervio que actúa sobre la cuerda vocal derecha, las secuelas del cáncer contra el que luchaba a brazo partido desde hacía año y medio. Le dijeron que en ese estado era mejor quedarse en casa, descansando. A nadie le sorprendió que no quisiera. A Fignon siempre le definió su orgullo.

Ahora que esa voz se ha apagado, ayer, definitivamente, a sus 50 años, desvelan sus amigos que aquel empecinamiento en colgar su palabra de las retransmisiones del Tour no era un capricho. Cuentan que para él era como un último testimonio, su propio epitafio, la rúbrica a una vida excitante. Fignon sabía ya en julio que el cáncer le estaba venciendo, que su vida se apagaba sin remisión pese a los esfuerzos por vencer a un cáncer del que supo en 2009. Había acudido al hospital inquietado por la aparición de unos molestos ganglios en el cuello y, días después, el francés recibió una llamada de su médico. Conducía por París cuando cogió el teléfono y escuchó las seis letras del miedo, la enfermedad maldita: cáncer.

dopaje y enfermedad Acababa de poner el punto final a su esperada biografía, Éramos jóvenes y despreocupados, donde de doble ganador del Tour -1983 y 1984, además del Giro y la Milán-San Remo del 89- reconocía haber consumido anfetaminas y corticoides durante su carrera, no como una confesión de culpabilidad, una purga de su propio ser, sino con la nostalgia de los viejos y buenos tiempos, la época feliz del dopaje artesanal al que luego desplazó la modernidad, la profesionalización de la medicina, el aliento artificial de la EPO. "Los médicos no ven vínculo entre mi dopaje y el cáncer. Lo que tomaba les parecía ridículo. Si fuera por eso, todos los de mi generación tendrían cáncer. Y nunca he tocado la hormona de crecimiento", dijo cuando aprovechó la presentación del libro en junio de 2009 para anunciar que padecía la enfermedad y que lucharía a muerte contra ella pese a que los médicos apenas le daban cinco meses de vida.

Otra vez el orgullo que, decía Pedro Delgado, uno de sus grandes rivales, era el verdadero su verdadero motor, el que le llevaba donde no alcanzaban sus piernas y a Luis Ocaña, por el contrario, le parecía su verdadera perdición, pues le llevaba, sostenía el genial conquense, a exhibiciones estúpidas, a demostraciones de superioridad peligrosísimas y prepotentes.

A Delgado le cosieron ayer a llamadas preguntándole por el francés. Y Perico, al que no le agradaba el carácter extravagante del profesor, como le conocían por su aire intelectual, las gafitas de encaje, la melena rubia, habló de un ciclista enorme, "de una clase y potencia descomunal. No habrá otro igual, porque era incómodo, atacaba en los avituallamientos, en las bajadas, provocaba cortes en cualquier esquina… Tenía esa picardía. O esa maldad, según se mire". El segoviano, recordó el Tour de 1989 en el que tocado anímicamente por su despiste en Luxemburgo y el desplome en la crono por equipos, vagaba por el pelotón como alma en pena en las etapas llanas, bajo el martillo de los 40 grados, preguntándose por qué demonios no se bajaba; y entonces aparecía Fignon sonriente, mordaz, le ponía cara de sorpresa y le decía: "¡Oh, Perico! ¿Ancora ici? (¿Todavía aquí?)".

los famosos 8 segundos Aquel, 1989, fue el Tour de la resurrección del parisino, a quien los problemas de rodilla le habían anulado prácticamente desde 1985, después de avasallar en dos Tours. La noche antes de la crono de París, 24 kilómetros, 50 segundos de ventaja frente a Lemond, celebró la victoria en su hotel. En las calles de su París natal perdió el Tour por 8 segundos frente a Lemond, el yanqui con el que no se hablaba. Fue su debacle definitiva. No se recuperó del golpe aunque años después, retirado ya, vinculado al ciclismo como organizador de la París-Niza hasta que tuvo que vender la carrera al Tour antes de que ésta le arruinase -aún mantenía la París-Correze-, dijo que el Tour, la carrera en torno a la que había girado toda su vida, no le obnubilaba, no le obsesionaba lo más mínimo, "aunque todas las semanas desde aquel día alguien me recuerda aquellos ocho segundos".

De Fignon también sabe algo Julián Gorospe, el joven y quebradizo líder de la Vuelta de 1983 hasta que llegó Serranillos. "Allí fue Fignon quien me tumbó. Se puso a tirar como una bestia preparándole el camino a Hinault y acabó por hundirme. Era un ciclista impresionante, pero de carácter difícil. No soportaba, por ejemplo, que la prensa le rodease", rescata el de Mañaria. Aquel mismo año de Serranillos, el triunfo de Hinault en la Vuelta, su ausencia en el Tour que le abrió la puerta de par en par a su joven compañero, fue también el de la muerte de Louison Bobet en Biarritz. Al francés, todo elegancia y ponderación, tres Tours consecutivos, un palmarés delicioso, se lo llevó un cáncer con 58 años. Cuatro años después, la misma enfermedad se tragaba a Jaques Anquetil, otra leyenda gala, que en lecho de muerte, en Rouen, recibió a Raymond Poulidor, su gran rival. Y con la misma fina ironía que guió su vida, le dijo: "Una vez más, acabarás segundo. Voy a morir antes". 23 años después, Fignon, en una entrevista en Le Journal du Dimanche pocos días después de presentar su biografía y anunciar su enfermedad, no se traicionaba. Orgulloso y despreocupado como fue siempre dejaba como epitafio: "No tengo ganas de morir, pero no tengo miedo. No soy especialmente valiente ni tampoco miedoso. Ni tampoco, en absoluto, religioso. He sido joven y despreocupado, y ha sido maravilloso. Por eso no tengo miedo a morir. Si esto se acabara enseguida, no lo lamentaría en exceso. He vivido una buena vida".