ABRÁ cerezos del Japón que florecen la calzada en primavera y una sucesión de terrazas de fina estampa, como decían los cursis de hace medio siglo. Habrá una apuesta por la estética, cómo no, para que no afee la cicatriz pero lo importante, lo realmente necesario era realizar el baipás, esa operación restauradora que mejore la circulación de la calle Iparraguirre y, por extensión, de casi toda la ciudad. No hablo solo del tráfico rodado, que también, sino del tránsito paseante.

La idea suena bien. No por nada, cuando Iparraguirre desembocaba en una playa de vías, en un enjambre de fábricas, hangares y grúas, no era necesario que la calle cautivase ni llamase la atención. ¿Para qué?, se preguntaban algunos. Hoy desemboca en la clareada explanada donde hace guardia Puppy, a las mismísimas puertas del castillo del siglo XXI construido en Bilbao para convertirse en un escenario de cuento de hadas. Hoy llega el turismo hasta el Guggenheim, mira a izquierda y derecha y los márgenes de la ría, aclarados y luminosos, llaman la atención. Frente a ellos, Iparraguirre, con un punto sombrío, hace efecto túnel, no invita a sumergirse en la ciudad. Esa desconexión aleja el museo de Azkuna Zentroa, de uno de los centros históricos de la ciudad. Y estaremos de acuerdo en que la primera visita que cursan la inmensa mayoría de los turistas se centra en el Guggenheim. Desde allí es preciso proyectarlos hacia el resto de la ciudad. Iparraguirre, con su aire oscuro e industrial, no tenía imán. Veremos si a partir de ahora.

Como ocurre con cada obra morrocotuda, los vecinos han puesto el grito en el cielo. Es el temor propio al cambio. Hasta cierto punto alcanzo a comprenderles, pero hay que escuchar a Lampedusa cuando dice que si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.