La feria del Último Lunes de Octubre de Gernika, uno de los mercados agrícolas más importantes y conocidos de Euskal Herria, ha vuelto a llenar las calles de Gernika-Lumo. Más de 115.000 personas se han acercado a la villa foral, atraídas por el buen tiempo y el ambiente festivo que ha acompañado a esta cita tan importante. A lo largo del casco urbano, 310 puestos han mostrado lo mejor de la producción local: desde txakoli, sidra y pasteles hasta artesanía, maquinaria y productos del caserío. Entre la música folklórica, el olor a talo y el bullicio de la gente, la feria confirma un año más su papel como escaparate de la tradición agrícola vasca… y también como reflejo de un mundo rural que busca su relevo.
Entre los puestos de txakoli y sidra trabaja David Torre, de 67 años, que lleva más de cuatro décadas viniendo a la feria. Ahora jubilado, continúa vinculado al sector, en el que empezó vendiendo fruta junto a su familia. Con el tiempo, comenzaron a elaborar sidra aprovechando la abundancia de manzanas y, más tarde, plantaron viñas para producir txakoli. “Entonces se vendía mucho más”, recuerda. “Ahora la gente viene más de fiesta que a comprar; ya no se llenan las bolsas, sino la tripa”. Acompañado de su cuñado, un amigo y un empleado, admite que aunque las ventas le siguen acompañando, la esencia de la feria ha cambiado.
Lo que le inquieta, sin embargo, es el relevo generacional. Habla del campo con cariño y respeto, pero también con lucidez. Cree que “falta juventud”, que los jóvenes prefieren la industria o los estudios, y que el campo se ha quedado sin gente dispuesta a tirar del carro. “Es bonito para verlo, pero para vivir de ello es duro”, resume Torre.
Unos puestos más allá, Gartzene Gastaka representa precisamente ese relevo que David echa de menos. Tiene 26 años y lleva asistiendo al Último Lunes desde que era una niña. Pertenece a una familia de pasteleras de Orozko, con más de treinta años de tradición elaborando pastel vasco. Hoy ha venido con una amiga para echar una mano, ya que su tía y su tío se han jubilado y solo quedan su madre y ella al frente.
Recuerda cómo la feria ha cambiado desde aquellos años en los que acompañaba a su familia. De entonces, dice, “se sacaba mucho más”. Ha visto la diferencia entre lo que ganaban su aitite o su ama y la situación actual, en la que, aunque mantienen una clientela fiel, los márgenes son más ajustados. Para Gastaka, estas ferias son una parte esencial de la cultura vasca: una manera de “bajar el producto de kilómetro cero del caserío al pueblo” y mantener vivas las tradiciones.
Rompiendo inercias
También comparte la sensación de que las mujeres, pese a ser mayoría en la elaboración, siguen teniendo menos visibilidad. “Hay mucha mujer detrás de los productos que se venden aquí, pero la cara visible casi siempre es la del hombre”, dice. Una reflexión que conecta con la experiencia de Eva López de Mendiguren, quien desde el ámbito de la maquinaria constata la misma realidad desde otro punto de vista.
López de Mendiguren percibe que, aunque hay muchas mujeres detrás del trabajo diario, su presencia visible en la feria sigue siendo baja. “Desde el lado de quienes vendemos, aún somos pocas”, comenta. No descarta que tenga que ver con el carácter familiar de muchos negocios, heredados de padres a hijos, o con la costumbre de asociar este tipo de productos al mundo masculino.
López de Mendiguren lleva una década viniendo al Último Lunes de Gernika con la empresa de Lezama en la que trabaja, con tiendas también en Bilbao y Mungia, donde atiende entre cortacéspedes, desplazadoras y herramientas de jardín. Explica que la mayoría de las mujeres de su sector siguen en las oficinas, ocupándose de tareas de administración o contabilidad, mientras que los puestos de venta continúan dominados por hombres. Aun así, asegura que algo está cambiando: “Con los años te van conociendo y la confianza mejora, pero todavía hay quien duda de si una mujer sabe sobre el tema o no.”
El Último Lunes de Gernika sigue mostrando las dos caras del campo: la experiencia, como la de David, de quienes llevan toda una vida entre viñas o caseríos y el esfuerzo de una nueva generación que intenta abrirse paso. Entre ellos, cada vez hay más mujeres que, como Eva o Gartzene, reclaman un lugar propio en un entorno que aún arrastra inercias antiguas.
El próximo año volverán los puestos, los olores y las mismas conversaciones sobre el tiempo, las ventas o el relevo. Y, con ellas, la misma pregunta de fondo: quién seguirá sosteniendo la feria cuando los más veteranos decidan parar.