A Dari Goitia de niño le chiflaban los Pokémon. Tanto como ahora, que tiene 36 años, un par de ellos tatuados en el brazo y su casa decorada con sus muñecos y pósteres. “El peluche de Blastoise lo gané en un puesto de escopetas. Como no me gustaban las barracas como a los otros niños, por las luces y el ruido, solo jugaba a eso y un verano, después de un montón de tiempo, acerté 28 tiros de 30. A los autistas a repetición no nos gana nadie”, cuenta entre risas, mientras recoge los vestigios de una quedada con amigos para jugar a videojuegos el día anterior. “Ya podéis perdonar”, se disculpa, apurado, una y otra vez.
A golpe de vista este bilbaino parece una persona sociable, pero no hay nada que le estrese más que el contacto con desconocidos. “Me agobia estar sentado cerca de alguien en el autobús y, cuando me quedo de pie, hay gente que se lo toma mal. A alguno le digo que soy autista y se calla, pero es muy desagradable tener que andar excusándote. Las discapacidades invisibles hacen que tengas encontronazos”, lamenta Dari, a quien le ponen en tensión situaciones tan cotidianas como que se le acerquen a preguntarle en una tienda. “Yo voy a lo mío, no vengas donde mí”, pide. “La interacción más tonta me crea una ansiedad supergrande. Una conversación de ascensor me mata el día. Podría ser equiparable a que te digan que Hacienda te va a quitar 15.000 euros. ¿Cómo te quedarías tú? Pues eso”, zanja.
A pesar del esfuerzo que le supone, este técnico de sistemas abre las puertas de su piso, en Bilbao, en vísperas del Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, que se celebrará este miércoles, para relatar cómo “sobrevivió” hasta los 27 años sin poner nombre a lo que le ocurría. “Lo más duro es no quererte, pensar que haces algo mal, que no funcionas. Gracias al diagnóstico de autismo, llevo trabajando seis años y vivo solo, algo que mucha gente neurotípica no es capaz de hacer. Fue un rayo de luz en una oscuridad eterna”, tira de metáfora.
El niño de la esquina del patio: “El ‘bullying’ fue una constante”
Dari vuelve la mirada atrás, se atisba en el patio de su colegio y se diluye su sonrisa. “Soy el típico niño que veías en una esquina con su libro o su Game Boy, abstraído del mundo”, dice. Incluso en el aula, rodeado de pupitres, pensaba que estaba solo en su “burbujita”. “Durante mi infancia únicamente tuve un mejor amigo y desde el día uno sufrí bullying, fue una constante hasta entrar en la universidad”, resume. Ser “el diferente”, el que no hacía lo que todo el mundo, le trajo problemas. “Me habría venido bien una protección extra. Por eso creo que es muy importante la detección temprana del autismo”, defiende.
En aquella época, dice, “se entendía que el autista era el que no podía hablar ni hacer cosas”. Por eso, aunque notaran que era “distinto”, su caso pasó desapercibido entre los profesores. “Algunos se interesaron por mí, por cómo era y cómo funcionaba mi cabeza y otros me veían como trabajo extra, decían: Uf y pasaban de mí olímpicamente”, censura. Aquella travesía por primaria la culminó, sobre todo, por el apoyo de su familia. “Mi madre ha hecho un trabajo conmigo de pequeño terrible de arreglar, de proteger, de ayudar a tragar, de intentar solucionar y, gracias a ese trabajo, lo he podido llevar”, agradece. Aunque ella “siempre se olió algo”, en vez de afanarse en ponerle un nombre, se dedicó a ayudarle a “adaptarse al mundo”, ya que el mundo no parecía por la labor de amoldarse a él.
De adolescente jugaba a Pokémon: “Me sentí muy solo”
Hurgar en la adolescencia de Dari debe doler. “Fue la época más jodida y en la que me sentí más solo. A nosotros la maduración nos llega más tarde y yo, en realidad, era un niño rodeado de adolescentes. Como este no hace lo que hacemos todos, pues vamos a por él”, recrea. “Uno de los temas conflictivos fue que yo seguía jugando a Pokémon. Se me pone la piel de gallina...”, dice y se echa la mano sobre el vello erizado del brazo.
“Me sigue gustando jugar y no tengo por qué dejarlo. Puedo ser yo. No hay nada mal. Simplemente que soy así y ya”, se reafirma ahora que por fin ya se entiende a sí mismo. Se ha quitado un peso de encima porque desde los 10 años ha jugado a más de 40 videojuegos de Pokémon y los conserva casi todos. “Estoy deseando que salga el siguiente”, ansía. También lleva 30 años viendo Dragoi Bola. “Me gusta repetirlo una y otra vez”.
"En la adolescencia mi mundo era mi madre y el resto del planeta lo veía como un ataque"
En esa etapa donde los amigos lo son casi todo Dari se refugiaba en su familia. “Mi mundo era mi madre y el resto del planeta lo veía como un ataque”, afirma. La consulta del psicólogo no la llegó a pisar. “Me habría traído más prejuicios que ayuda porque entonces un diagnóstico de autismo podía ser una tragedia. Por eso no se indagó más. Hoy, sin embargo, no lo es porque hemos aprendido y ha cambiado la percepción e información que tenemos. Eso por haber nacido en los 80. Si hubiera nacido en los 2000, habría sido diferente”, remata.
Se multiplicaron sus obsesiones: “En la uni hice crac”
Avanzando a duras penas por su etapa estudiantil se matriculó en Ingeniería Industrial y cursó dos tercios de la carrera. “En la uni hice crac y me enteré del diagnóstico. Era un ambiente donde se fomentaba mucho la competitividad y ese tiburonismo me hizo no poder seguir porque mi naturaleza no es de empujar a los de al lado, es de ir por mi caminito a mi bola”, explica.
“Si yo hubiese acabado la carrera de Ingeniería Industrial y hubiera tenido un trabajo, jamás me habría enterado de que soy autista”
Las obsesiones que tenía se multiplicaron. “Tenía que darle tres veces al jabón para lavarme las manos, cerrar el interruptor tres veces, volver a comprobar que la puerta estaba cerrada... Llegaron a controlarme ellas a mí y mi cabeza explotó. Había días que dormía 18 horas porque despierto estaba mal. Fíjate pasar de eso a como estoy ahora. Casi nada”, celebra riéndose, convencido de que las dificultades hicieron aflorar su diagnóstico. “Si yo hubiese acabado Ingeniería Industrial y tenido un trabajo, jamás me habría enterado de que soy autista”, afirma Dari, que se vio reflejado en un artículo y pronto corroboró sus sospechas.
“Fue como un reseteo: Ostras, qué alivio, no tengo que volverme como el resto”, confiesa este bilbaino, que se recicló en técnico de sistemas, profesión con la que se gana la vida en una empresa. “Desde la entrada hasta mi sitio tengo que pasar por un montón de gente y les tengo que ir saludando, que me caen muy bien, pero es que socializar me tensa”, reitera. De hecho, desde su puesto, adaptado, solo ve a su compañero. “Detrás de mí tengo igual cien personas, pero delante, solo a él”.
Un círculo “reducidito” de amigos: “Si no formo una familia, no pasa nada”
Espantado “el odio” que se tenía por no encajar entre sus iguales, Dari despuntó. “Mi vida cambió radicalmente y he conseguido cosas que ni siquiera pensaba que podría lograr, como un trabajo estable, en el que me siento valorado, una vida independiente y una casa”. Todo ello de la mano de la asociación Apnabi, a la que está muy agradecido.
“Me enseñaron a entenderme. Sin ellos, seguiría en casa de mi madre”, reconoce. Estaría, seguro, algo más limpia, pero no habría podido desplegar su frikismo por las estanterías de la sala: su peluche de Squirtle, su pokeball y su caja de Bolas de Dragón, el muñeco de Kenny, de South Park, y todos sus trofeos. “A raíz de jugar a balonmano he hecho amistades, aunque, como buen autista, mi círculo es muy reducidito”.
Dari, que antes veía “el futuro negro” y ahora vislumbra “un camino con luces”, estaba “obsesionado” con formar una familia. “A día de hoy digo: Ostras, puedo hacerlo yo solo. Si no la formo, no pasa nada. Ya tengo mi vida montada, mis rutinas, mis aficiones y puedo decir que soy feliz”.