Ana Sánchez tiene ELA, un hijo de 9 años, Lukas, que sufre autismo severo, y un marido, Óscar Pérez, que se dedica a cuidarlos en cuerpo y alma a los dos. “Curro más que cuando curraba”, bromea él. No exagera. Ana le tiene que despertar para que la dé la vuelta en la cama, llamarle para que la rasque, esperar a que le acerque la cuchara a la boca para comer. “A medida que dejas de hacer cosas, necesitas más ayuda y te sientes más inútil y una carga”, confiesa. “Yo siempre le digo: No es culpa tuya, es culpa de la enfermedad. Les van fallando todos los órganos, pero la cabeza les funciona perfectamente y son conscientes del deterioro”, dice Óscar. “Lo más duro es que tú mentalmente puedes, pero tu cuerpo no”, remacha ella. Se diría que con este panorama les sobran los motivos para derrumbarse, pero ninguno está por la labor. “Nosotros somos positivos. No estamos sumidos en una nube negra porque si te metes ahí, mal para ti y mal para la familia. Hay que tirar para adelante”, defiende animosa Ana. “Si ella lo pone tan fácil para cuidarla, de qué me voy a quejar yo”, apunta él.

Recién traspasada la puerta del domicilio familiar, en Bilbao, desde un retrato colgado en la pared Lukas atrapa, con sus inmensos ojos, todas las miradas. Bajo esa capa de pintura se esconde un niño que no dice ni una palabra y necesita vigilancia las 24 horas porque sufre “crisis muy fuertes y se autolesiona”. Ya en el salón la vista se posa sobre una foto de la pareja en su luna de miel. Suspendidos por unas cuerdas, los cuerpos al viento, descienden a un cenote en Riviera Maya. Ahora ya no pueden compartir esas aventuras, a Ana le cansa hasta conversar, pero conservan intactas sus sonrisas y su complicidad. “Le conocí y me vine a Bilbao”, dice esta vallisoletana de 42 años. “La secuestré y la traje aquí”, añade riendo él, de 47. Enfundados en una camiseta y una sudadera de la federación de asociaciones de Esclerosis Lateral Amiotrófica Adela Euskal Herria, son tal para cual. Viven el día a día y mañana ya verán. “La enfermedad te quita muchas cosas pero, mientras tanto, tienes que disfrutar de la vida”, predica Ana. Y ese es también “el quid de la cuestión” para Óscar. “Tenemos que disfrutar de ella todo lo que podamos tanto mi hijo como yo. Todo el mundo te dice: Eres muy fuerte, pero es que no me queda otra”, reconoce.

Una cojera en la pierna derecha fue el prolegómeno de un diagnóstico que les atizó en 2020, como si fuera poco con la pandemia. “Al principio no eres consciente de lo que te viene encima. Luego ya te vas informando y lo pasas mal”, admiten. De hecho, no se lo dijeron a nadie. “No quieres dar pena. Es como que lo niegas un poco también”, confiesa Óscar, al que le resulta “muy difícil” mirar al horizonte. “No puedo pensar mucho más allá, tengo que ir sobre la marcha. Si me pongo a pensar en mañana, me explota el cerebro”, se teme.

La enfermedad fue avanzando imparable: una pierna, la otra, una cachava, dos muletas, la moto eléctrica, la silla de ruedas... Ahora casi no puede mover el brazo derecho y el izquierdo empieza a renquear, habla con dificultad, le cuesta respirar y sufre un cansancio crónico.

De cómo consiguió atender el negocio que acababa de abrir cuando la ELA irrumpió en su vida dan buena cuenta ella y su tesón. “Inauguré la peluquería en 2019 y aguanté hasta 2022 con muleta, no podía ni estar de pie, usaba el carrito de la peluquería como andador. Desde que supe lo que tenía hasta que mi cuerpo dijo basta estuve trabajando. Necesitaba cotizar para que me quedase una pensión en condiciones”, explica. Óscar también tuvo que dejar su empleo en una funeraria y ahora recibe la prestación CUME por el cuidado de su hijo. “Yo tengo una papeleta bastante complicada. Eso es una de las cosas que habría que meter en la ley porque me la han concedido por el niño, pero hay que estar 24/7 con él y con ella”, recalca.

“Tu cuerpo te echa el freno”

La enfermedad de Ana les ha supuesto “un cambio de vida radical” y han tenido que mudarse de casa y comprar un vehículo. “Tener un coche adaptado para ellos hoy día es un lujo. Tienen que ser furgonetas y la adaptación nos ha costado casi 12.000 euros. Por suerte mis padres nos han podido apoyar económicamente porque las ayudas son las que son”, señala Óscar. “En la Seguridad Social te dan dinero para una silla de ruedas muy básica. Si quieres comprarte una mejor porque, a medida que avanza la enfermedad, la necesitas, el resto lo pones tú”, añade Ana, que agradece los accesorios “que dona la gente y que te prestan en la asociación Adela”.

Sobre el sofá de la sala, en un retrato nupcial, Ana y Óscar posan frente al Museo Guggenheim con la ilusión de compartir toda una vida juntos. El trayecto quizá sea más corto de lo esperado y los planes más modestos, pero se acompañan en el viaje y sus circunstancias. “Dejas de hacer muchas cosas porque te cansas. Puedes ir a tomar algo, cada quince días quedo con las amigas para comer, pero tu cuerpo enseguida te echa el freno. Tampoco puedes ir a todos los sitios que quieres porque desgraciadamente no todos están adaptados. No puedes llevar el mismo ritmo que cuando estás bien, viajar... Todo cambia”, relata Ana.

“La ELA te quita muchas cosas pero, mientras tanto, tienes que disfrutar de la vida y tirar para adelante”

ANA SÁNCHEZ - Enferma de ELA, 42 años

Llegados a este punto, ya no es que eche de menos hacer las maletas, es que no puede ni salir sola de casa “porque si se empieza a ahogar con la flema, le tienes que ayudar con ventilación”, explica Óscar. Eso por no hablar de que “cualquier cosa que parece una tontería” le supone “un esfuerzo: pagar un café, dar el botón del metro, llamar al ascensor...”. Por costarle, le está costando ya hasta hablar, recién llegada como está del logopeda. “No importa, luego me echo una buena siesta”, bromea. Lo más doloroso de este proceso cuesta abajo, asegura, es ir acompasando sus pensamientos con sus limitaciones. “Tienes que asimilar que no te puedes levantar o hablar como quieres, que tu cabeza vaya acorde con tu cuerpo. Yo mentalmente puedo escribir, pero no puedo coger un boli. Eso es lo más difícil”, destaca.

Óscar Pérez le da de comer lentejas a su mujer, Ana Sánchez, enferma de ELA, en el salón de su domicilio en Bilbao. Pankra Nieto

También Óscar ha tenido que hacer muchas renuncias. “Yo andaba en bici y lo dejé por miedo a caerme. Imagínate que me rompo una pierna. No sé qué pasaría”, comenta. Con la nueva ley ELA se garantizará el cuidado de los enfermos 24 horas al día, aunque él no pide tanto. “Yo no necesito una persona 24 horas porque yo quiero estar con ella, pero, coño, una ayuda, que yo estoy por el día y por la noche”, subraya. Y eso sin contar con las crisis que padece Lukas. “Muchas veces me agobio porque cuando le da y se autolesiona, tengo que estar con él y si ella tiene que ir al baño, o estoy con uno o estoy con el otro”.

“Preguntas muy incómodas”

A la espera de que la nueva norma entre en vigor –“hasta que llegue a los usuarios pasará como un año”, calcula Óscar–, reivindican “de forma muy urgente que la fisioterapia la cubra la Seguridad Social”, ya que ahora la costean entre la asociación Adela y los propios pacientes. “El logopeda te entra, pero el fisio no. Es inexplicable. Te mandan a la Seguridad Social y le enseñan a él unos ejercicios para que te los haga en casa por si no tuviese poco con atenderte, asearte, darte de comer... Es surrealista”, censura Ana, quien critica asimismo algunas de las cuestiones que le hacen en las revisiones para evaluar la dependencia y la discapacidad. “Me preguntan que si me puedo quitar el tampón, que si me puedo limpiar el culo... No puedo levantar los brazos, yo creo que ya te estoy respondiendo ¿no? Que te hagan volver a pasar por preguntas muy incómodas no es necesario porque todos sabemos la evolución de la enfermedad”, lamenta.

“No necesito una persona 24 horas porque yo quiero estar con ella, pero una ayuda sí, que estoy por el día y la noche”

ÓSCAR PÉREZ - Marido y cuidador de Ana, 46 años

En la última revisión, dice, le bajaron puntos por tener una silla eléctrica. “¿De qué me vale moverme por la casa si llego a la cocina y no puedo coger la botella de agua? Es ilógico”, protesta. También le preguntaron dos veces si se ponía de pie. “Bastante tienes con lo que tienes para que venga una persona y te sientas juzgada como si quisieras engañar. No hay derecho. Eso tiene que acabar”, exige indignada.

De las mejoras que proporcionará la ley aplauden que se vaya a promover la investigación, que “se forme a los médicos, porque muchos no saben tratar a estos enfermos”, y a los propios cuidadores. A Óscar ya le han ofrecido realizar cursos algunas instituciones, pero “no te ponen a una persona en casa para que puedas asistir”, denuncia.

A medida que se diagnostica la ELA a nuevos pacientes, destaca Ana, “otros mueren o piden morir, que es peor. Es una decisión muy valiente, pero muy dura. Tienes que renunciar a tu vida porque no puedes más física y mentalmente”, cuenta, mientras su marido expresa lo doloroso que resulta para los familiares. “Es egoísta por nuestra parte, pero yo no quiero que ella se vaya aunque esté mal”, confiesa. De momento no quieren pensar en el desenlace. Prefieren afanarse en exprimir su tiempo juntos hasta la última gota. “Los pequeños momentos son los que te dan la felicidad: reunirnos con los amigos, con la familia... No le damos importancia, pero la tiene”, advierte Ana, que sabe mejor que nadie de lo que habla.