Todo les recordará a ella: los espaguetis y las salchichas con ketchup que tanto le gustaban y no podía comer, los muñecos de Bob Esponja y Peppa Pig que mordisqueaba, las canciones de Txirri, Mirri eta Txiribiton... Alba Céspedes y Javier Berdote, vecinos de Uribarri, no son capaces de entrar a la habitación de su hija Irune, la niña bilbaina con síndrome de Sanfilippo fallecida el pasado jueves en el Hospital de Basurto.
“No sé ni cómo estoy”, dice apesadumbrado su padre, que durante los ocho días de ingreso le dio “más besos que nunca porque estaba tan guapa la pobre...”. A su esposa el día a día también se le hace “muy difícil”. “Dependía tanto de nosotros que ya vivíamos como si fuéramos ella, 24 horas en alerta. Me cuesta hablar en pasado”, confiesa.
En estas dolorosas circunstancias en las que Javier ya no puede hacerla reír llamándola “mi brujita”, ni ella llamarle “mamá” a Alba, como hizo en el hospital, ambos han reunido fuerzas para mostrar, a través de este periódico, su agradecimiento a todas las personas, desde “médicos, enfermeras y auxiliares hasta las de la limpieza”, que los “arroparon” en el pabellón San Pelayo mientras su hija se despedía de su corta vida en las mejores manos. “Han sentido la muerte de Irune. Nos han acompañado en el dolor y tratado como si fueran familia”, valora Javier.
"No pensaba que, cuando a tu hijo le va a pasar una cosa de estas, necesitarías tanto que te den un abrazo"
Les han ofrecido comida, un café, una infusión. Les han ofrecido quedarse al cuidado por si querían salir a tomar un poco el aire. Les han ofrecido la posibilidad de desahogarse y, lo más importante, compañía. “A Irune le agarraban la mano y le hablaban para tranquilizarla. A nosotros nos preguntaban que si necesitábamos algo”, cuenta Javier.
Cada uno de aquellos gestos, por separado, puede parecer insignificante, pero para estos padres, que pensaban que aquel ingreso sería uno de tantos y tuvieron que asimilar que su hija no regresaría a casa, cada sonrisa, cada mano en el hombro fue un mundo.
“En los años que hemos estado entra, sale, entra, sale siempre nos han tratado bien, pero este acompañamiento de estos últimos días... Si estamos aquí y podemos hablar, es por ellos”, asegura Alba, que “no pensaba que, cuando a tu hijo le va a pasar una cosa de estas, necesitarías tanto ese apoyo, que venga la gente, que te toquen un poco la espalda, que te den un abrazo en un momento”. Un sostén emocional que les permitió no sentirse tan solos a la hora de tomar decisiones o de decirle a su hija: “Tranquila, estamos aquí contigo”.
"Lo más duro es el deterioro"
Dice Alba que lo más duro del síndrome de Sanfilippo, la enfermedad neurodegenerativa que padecía su hija, es “el deterioro, ver que día a día va dejando de hacer cosas”: hablar, andar, comer, sostener la cabeza... Y todo ello acompañado de múltiples infecciones respiratorias que les han tenido, sobre todo en el último año, visitando cada dos por tres el hospital.
En todo este tiempo, afirma, “los médicos siempre han estado buscando los medicamentos que podían ayudarla, intentando que sus ingresos fueran lo más cortos posibles, haciendo coincidir consultas para evitar traslados, resolviéndome cualquier duda...”, agradece Alba, quien también contó con ellos cuando les dijeron que ya nada se podía hacer.
“Se nos vino el mundo encima: ¿Y ahora qué? y los médicos nos dijeron: Tranquilos, aquí vamos a estar con vosotros"
“Se nos vino el mundo encima: ¿Y ahora qué? y ellos nos dijeron: Tranquilos, aquí vamos a estar con vosotros. Cuando le iban a quitar la máscara de oxígeno, no queríamos quedarnos solos y nos acompañaron. No teníamos fuerza para llamar y decirles esto a nuestros familiares”, relata esta madre, que destaca la importancia de los paliativos pediátricos.
“Sabemos que es una enfermedad grave y que se va a ir, pero las familias necesitamos más apoyo en ese sentido”, dice. A Irune la sedaron el lunes de la semana pasada y falleció tres días después, aunque no en su casa, como a sus padres les hubiera gustado, porque “la neumonía con la que ingresó había hecho estragos”.
Una muerte anunciada
Los niños con síndrome de Sanfilippo, como Irune, nacen con una esperanza de vida que no sobrepasa la adolescencia. Los cuidados constantes que requieren impiden a sus padres quedarse paralizados ante esta sentencia.
“El último mes sí lo he tenido en mente, todos los días me he levantado pensando que podía ser en cualquier momento, pero luego le cambias el pañal, le das la comida, sus medicaciones, y eso se te iba durante el día”, cuenta Alba, que, al igual que su marido, se ha preguntado muchas veces por qué a ellos.
“No por el hecho de que le hayamos transmitido una enfermedad, sino por haber sido una enfermedad que iba tan rápido. Quince años son pocos. Es una niña”, lamenta. Una niña a la que los médicos, los profesores y ellos mismos han tratado como a otra cualquiera porque “solo necesitaba vivir. No necesitaba todos los días: Ay, pobre, qué mal está”.
Necesitaba celebrar su cumpleaños y que le cantaran Zorionak zuri, como hizo el personal de planta cuando cumplió los 14 ingresada. “Llevamos una tarta y ella estaba contenta porque esas cosas le encantaban”, recuerda sonriente Javier, al que Irune hace poco gritó: “Aitaaa” por primera vez. “Iba corriendo: ¿Qué quieres, cariño? y se reía. Por eso era una brujita”, dice con cariño.
"Una niña feliz"
Tras un mes y medio en el que Irune ha estado a ratos “bien” y a ratos “dormida o agitada”, sus padres tardarán en recuperar el sueño. “Muchas veces estabas dormido, notabas algo y rápidamente ibas a ver si era ella”, dice Javier. “Algunas veces no pasaba nada, pero como tenía convulsiones... Era el miedo”, admite Alba, a quien “se le vino el mundo encima” el primer día que pisó su casa sin Irune.
Quince años sin parar, un frenazo en seco y un enorme vacío. “No sabemos lo que nos va a pasar”, admite Javier, aunque la semana pasada ya sufrieron un desmayo y una crisis de ansiedad.
A Irune la ropa ya se le iba quedando pequeña, pero su madre no reparó, hasta verla por última vez en el tanatorio, en que “era ya una adolescente”. “Siempre la había visto con su carita de niña. Era mi pequeña”, dice Alba, quien confía en que algún día se logre curar el síndrome de Sanfilippo o se pueda detectar en el embarazo “para no traer a una criatura a este mundo para sufrir porque no se lo merecen”.
"Me gustaría que se la recordara como la niña que daba amor porque a la gente, cuando la conocía, le dejaba huella"
Con la tranquilidad de haber hecho todo lo que han podido para que su hija “tuviera una calidad de vida digna y viviera contenta”, Alba y Javier se aferran a los recuerdos de aquellos años en los que la enfermedad era un lastre, pero aún podían divertirse en familia.
“Cuando fuimos a Eurodisney con la Asociación vasca de Sanfilippo se montó en El tren de la mina, levantaba las manos y no se quería bajar. Ese día disfrutó...”, revive Javier.
A Alba le gustaría que se recordara a Irune “como una niña feliz” y a su marido, “como la niña que daba amor porque a la gente, cuando la conocía, le dejaba huella”.