He de admitir que, como tengo costumbre por oficio, he estado a punto de llamar a Jon Irazabal para pedirle unas palabras y anécdotas ilustradas por el fallecimiento de Jon Irazabal. Paradójico. Es como cuando aún pienso en ocasiones durante milésimas de segundo en llamar a mi padre para que me eche un cable, cuando falleció hace un lustro.

Gracias a Jon, primero, mi grupo de rock se llamó Martxoak 31, por aquel cartel de Gerediaga Elkartea de 1987 con el que una mañana con 17 años me encontré en la calle descubriéndome que en mi pueblo, Durango, el 31 de marzo de 1937 hubo un bombardeo, como todos, insano. Gracias a sus pesquisas comencé entonces a entrevistar a supervivientes y testigos de aquel ataque sanguinario llegando a publicar un libro de biografías y estrenar cinco cortos documentales sobre el episodio bélico.

Pero, una vez agradecido al tan desprendido como testarudo investigador, hablaré sobre su pérdida humana durante el alba del pasado miércoles. Iurretarra de pro hasta el punto de que las autoridades franquistas le multaron por borrar la y griega de Yurreta y pintar sobre ella una i latina, deja un legado un material de incuestionable valor. Y por contra, lo peor, perder el patrimonio inmaterial que atesoraba su mente, el de una enciclopedia viviente.

Lo dio todo por Durangerria –término que reivindicaba ante el oficial de Durangaldea–, y como exdirector de la entonces Euskal Liburu eta Disko Azoka y hoy Durangoko Azoka, no existe agente editorial de una edad en los siete herrialdes que no conozca a Jon Irazabal. Él estuvo al frente durante décadas de ese mayor escaparate vasco. Su persona y conocimiento, sin duda, traspasaba mugas.

Apasionado de las efemérides históricas, él mismo las vivió (y murió) en su ser. Así, tras ser quien más profundizó en el bombardeo fascista contra la inocente Durango –con Iurreta anexionada entonces a la villa–, su madre, Pilar, falleció precisamente el 31 de marzo de 1997, el día que se cumplían 60 años del raid. Ella era de Mendata y vio pasar los aviones del bombardeo contra Gernika y narraba que volaban tan bajo que les veía “unos ojos muy grandes”, confundida con ver por primera vez sus gafas de pilotos nazis. Otra curiosead que no ha llegado a conocer es que fue enterrado el día de que hubiera celebrado 64 años. Más de medio millar de mensajes apesadumbrados han recibido su hermana Itziar y su hermano Iñaki, quienes consultados por este diario se muestran muy agradecidos.

Jon Irazabal Agirre nació en la misma casa que ha vivido, en un hogar de Bixente Kapaganaga kalea de Iurreta. Estudió en Santa Susana de Durango y en Maristak, centro en el que creó una biblioteca. De hecho, aunque toda su vida ha trabajado como investigador de historia, se diplomó como administrativo. Durante poco tiempo ejerció también como cartero y en 1983 entró como liberado en Gerediaga Elkartea –constituida en 1965– cumpliendo así sus sueños. Su madre, sin embargo, ya le espetó entonces sobre la feria del libro y disco vasco: “Eso no tiene futuro, ya puedes buscar un trabajo mejor como cajero en un banco”, insistió Pilar sin éxito. Sin embargo, Irazabal –un hombre de conversaciones muy interesantes– llegó a concatenar 40 azokas y a jubilarse en Gerediaga Elkartea en 2018. A continuación, siguió como voluntario en esa sociedad de amigos. En otoño, publicarán el anuario Astola en el que se incluye una entrevista suya en profundidad al exmiembro de Euskaltzaindia José Luis Lizundia.

Su sustrato cultural lo mamó en el hogar en el que Pilar y su padre Claudio –natural de Albiz– escuchaban Radio París por las noches y se hacían con cintas de cassette del cancionero euskaldun clandestino. Jon también fue abertzale. Valoraba que había poca representación de Durangaldea en Juntas Generales de Bizkaia. Uno de sus retos fue insistir hasta conseguir que la casa de juntas San Salvador de Gerediaga (Abadiño) fuera reconstruida, como ocurrió. Era, asimismo, puro herrigintza, gestador de grupos de danzas, de cultura...

Conocido como Kata, quizás –según la familia– por las expresiones Katapulpos o Katacumbas, se reía cuando recordaba su paso por la obligatoria mili. Le tocó hacerla en Cartagena y Madrid en las Unidades de Intervención Rápidas de Infantería y de Marina. Sus hermanos le bromeaban al respecto a quien se autoconsideraba como “un sedentario ilustrado” y que nunca aprendió ni a montar en bicicleta ni nadar. El ejercicio deportivo no fue lo suyo; él era ratón de archivos. Listo, consciente, cuidador detallista con sus dos queridos hermanos, de buen comer y beber, disfrutón de cuadrilla, apasionado de quedar y transmitir sus pasiones a cualquier hora, de dicción justa –asumido por su persona–, sufría por todo lo que fuera, a su juicio, incomprensión oficial hacia el patrimonio o la cultura. Luchaba por mantener fábricas abandonadas, como vestigios del pasado industrial en Durangerria, y para ello y otras cuestiones de naturaleza similar devoraba los planes generales de cada localidad de la comarca.

El pasado miércoles, un diagnóstico médico de cáncer ha acabado con su querer seguir abundando en muchas investigaciones que nadie más ahonda. Su próxima reunión de agenda era por el anuario Astola y lamentaba si no iba a poder asistir. Queda como póstumo un libro acabado sobre la histórica desanexión de Iurreta al pueblo de Durango, y tal vez su ordenador y discos externos almacenan más potenciales divulgaciones.

Lamentó, asimismo, que tras un robo que desconocidos perpetraron contra la sede de Gerediaga Elkartea, perdió un libro escrito guardado en una de las computadoras sustraídas. Fue un gran golpe para su persona.

El miércoles, fallecía. El jueves, se le enterraba, día de su cumpleaños, y el viernes se oficiaron los funerales por un hombre creyente. El pueblo reaccionó organizando una despedida en la plaza Aita San Migel; a la salida de sus exequias en las que cantaron el coro de Iurreta y la soprano internacional, la durangarra Vanessa Goikoetxea. El homenaje en la calle contó con la presentación del periodista Markel Onandia, con quien Irazabal ha compartido trabajos, por ejemplo, en un reciente libro sobre las cofradías de la anteiglesia.

En su lugar favorito de Iurreta y ante la presidenta de Gerediaga Elkareta, Nere Mujika, se leyó a su admirado Bitaño, se cantó por Xabier Lete y la gorulari dantza, lanzaron versos al aire Kristina Mardaras, Gorka Lazkano, Areitio y Eneko Abasolo Abarkas. Tampoco faltó el grupo de txistularis Jaizale, como incontables amistades llegadas de los siete herrialdes para despedir de corazón a un investigador que soñó un Euskadi más rico en historia, en definitiva, en memoria, tan necesaria. Agur eta eskerrik asko danagatik, Jon! – Iban Gorriti