Cuando un hijo o un hermano te dice que es adicto el mundo se viene abajo. “No sabes qué hacer ni cómo actuar. Es un mundo desconocido”. Amada y Begoña son la hermana y la madre de dos adictos ya rehabilitados. Sus historias no son diferentes a las de otros tantos familiares que se enfrentan a una dura realidad desconocida y que se convierten por obligación y amor en ángeles de la guarda. Su tesón y dedicación son la garantía de que otras terapias serán un éxito, pero necesitan ayuda para no desfallecer en el camino, para ver la luz cuando el cielo solo se ve negro y para compartir angustias. Para quitar vergüenzas, sentimientos de culpabilidad y para aprender a tratarles y guiarles. También para saber que “haya que decirles que les seguimos queriendo”. Todas estás cosas y otras les enseñaron en las terapias familiares que Gizakia ofrece con el apoyo de un convenio con el Área de Salud Municipal a gente como Amada y Begoña. Ahora ellas son voluntarias de este programa que tanto bien les hizo.
“Mi hermano me pidió ayuda. No podía creerme que se drogara ni la magnitud de lo que ocurría. Desconocía ese mundo”. Y entonces Amada cogió el listín de teléfono y llamó a Gizakia. “Me pasaron con un terapeuta y solo aquella voz cálida y tranquilizadora ya me dio sosiego. Fue una acogida maravillosa, fuimos juntos y ha sido una lucha durísima. Pero, siempre digo una cosa: desde que entras, ni el familiar ni el adicto salen siendo la misma persona”.
Pasó por el sentimiento de culpa y también por momentos de querer tirar la toalla, pero “allí estaba la terapia para fortalecerte y darte ánimos a seguir”. Han pasado 13 o 14 años, pero recuerda bien aquellos días. “Veíamos que llevaba una vida desordenada, tenía su trabajo, pero los drogodependientes son muy mentirosos. Me decía: ¿Yo drograrme?”. Hasta que un día les pidió ayuda. “No me lo podía creer”. Y ella misma decidió ser la acompañante de su hermano en un camino tortuoso y lleno de esperanza a la vez. Así empezaron las sesiones, las terapias de familia individual, en grupo, con los propios adictos. “Después de tantos años de adicción te das cuenta de que no conoces a la persona real”. Lo que aprendía en las sesiones lo transmitía a su madre y a sus propias hijas para que toda la familia pudiera ayudar. “Te van enseñando, porque el cariño, a veces, te impide poner límites. Quieres ayudar, pagas pufos, haces cosas por cariño, pero lo estropeas todo y te enseñan cómo hay que relacionarse con el adicto en la vida cotidiana, cuándo hay que ser duro... Cosas imprescindibles en la rehabilitación de un drogodependiente”.
No es fácil porque las relaciones están muy deterioradas y es difícil reconstruir esos hilos y volver a confiar. “Recuerdo que la primera vez que no llamé a mi hermano a la hora que salía de trabajar fue porque la confianza empezaba a restablecerse. Ese primer día que se te olvida es algo sorprendente. Luego vas descubriendo a la persona”.
Por eso también se hacen grupos multifamiliares “en los que hay la posibilidad de que quien no tiene a su familia pueda entender comportamientos”, explica Estíbaliz Barrón, directora de Gizakia.
Así aprendieron a gestionar los sentimientos pero también a reconocer los signos que indicaban una recaída. En personas muy desorganizadas se empieza desde el orden externo, con un control muy estricto que permite que la persona vaya estructurando el comportamiento antes de empezar a hacer psicoterapia más profunda. Y también a ellos mismos y a las familias les sirve como elemento de alarma. Los signos de desorden externos son como semáforos rojos.
Amada acompañó a su hermano en el proceso de rehabilitación durante más de 8 años en los que tuvo que hacer frente a varias recaídas. Y en este tiempo la familia también recae. “Había días que llegaba a la terapia familiar totalmente desanimada”. Amada pidió a su familia que le hicieran caso a lo que decía. Por ejemplo, la primera pauta, en los primeros momentos, era que cuando estaba en casa la puerta tenía que estar cerrada con llave y las llaves guardadas. “El primer día mi madre me llama y me dice que mi hermano se había marchado. Ella guardó sus llaves en el delantal y se quedó dormida y mi hermano se las quitó”. A base de tropiezos fueron haciendo camino. “Te recuperas y se te quita el sentimiento de culpabilidad, unas veces toca llorar a unos y otras a otros. Fue importantísimo para toda la familia”, siente Amada.
“Nunca pensé en dejarle solo” Bego es la madre de un joven que también fue adicto. “Me llevé una gran sorpresa cuando lo supe. Veía que venía tarde, pero no podía imaginar que fuera por droga. Un día me dijo: Ama, me tienes que acompañar que quiero ir a Proyecto Hombre, pero tienes que venir conmigo”. Y Bego recuerda que “se me cayó el cielo encima”. Cuando empezó a acudir a las terapias, “fue entrar en una liberación, en una esperanza y apostar por él”. Para esta madre que decidió ayudar a su hijo por encima de todo pero en soledad -su marido no le acompañó en este duro trago-, las normas del programa le exigían mucho más de lo que a veces creía que podría dar. “Me propuse ayudarle por encima de todo, pero como decían en los seminarios, si el residente sale y lo que hace no lo contáis no hacemos nada. Yo era la que tenía que vigilarle y ver lo que tenía que hacer”. Bego encontró en él el apoyo que necesitaba. “Nunca pensé en desistir, ni en las recaídas. Yo veía a madres muy contentas y a hijos muy guapos y me preguntaba: ¿Por qué no voy a ser yo una de esas madres que consigue estar contenta y que su hijo se cure? Y así fue. Lo que más me ayudaba era la parte formativa y el aprender a tratarle. A decirles que les sigues queriendo. Nos decían: ¿Ya les decís que les queréis?”, evoca.
Su hijo tenía 22 años, ahora tiene 50, está curado, y toca la mesa de madera, por eso prefiere el anonimato. Ella sigue de voluntaria en Gizakia. “Creo que con todo lo que han dado, tengo que devolverles de alguna manera el apoyo recibido”
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