Emilio y Mila, los reyes de la merluza rebozada en Bilbao
EMILIO Y | Milagros cumplen 42 años al frente del Grosly, un referente de la comida casera en la calle Autonomía
EMILIO y Milagros se conocieron a finales de los años sesenta en la cafetería Laida de la calle Colón de Larreategui, donde ambos trabajaban. Los dos llegaron a la hostelería por distintos caminos. Emilio, de la mano de un primo-hermano que era del mismo pueblo que él, Udalla, una pedanía de Ampuero (Cantabria), y Milagros, a través de una hermana que primero le ayudó a buscar trabajo en el servicio doméstico y posteriormente en la hostelería. Recién casados, y con un buen rodaje en el sector, decidieron establecerse por cuenta propia. Se convirtieron sin saberlo en emprendedores, término muy utilizado hoy en día en las Escuelas de Negocios. Cogieron el traspaso de un bar que regentaba otro primo-hermano de Emilio en la calle Autonomía. Entonces se llamaba Teima, pero el matrimonio Sarabia-Andrés decidió cambiar el nombre y denominarlo Grosly. “Se me ocurrió hacer un juego de palabras con el Gros de Milagros y el ly, aunque con Y griega, de Emilio”, recuerda el hombre que lleva 42 años detrás de la barra, lo mismo que la mujer en la cocina. El pasado día 1 cumplieron el aniversario y lo celebraron como ellos saben: con amigos, todos buenos clientes del bar, y unas buenas viandas: percebes y nécoras, entre otros manjares. Con 70 y 71 años, respectivamente, Emilio y Milagros siguen al pie del cañón. Y no saben hasta cuándo porque él ya está “un poco cansado”, pero ella dice que “estoy bien, no tengo ganas de jubilarme”. Los amigos-clientes les animan para que no lo dejen. Todavía quieren seguir degustando las especialidades de la casa como son la sopa de pescado, la menestra de cordero, el rabo, la aguja, los chipirones, los callos y morros... pero, sobre todo, la merluza rebozada y los filetes de carne albardados. De estos últimos platos son los reyes.
Milagros nació en Briviesca (Burgos), pero muy pronto, a los diez años, le enviaron a un colegio de monjas en Cuenca. Allí estuvo hasta los veinte. “Me puse enferma y me mandaron para casa”, dice. Una vez recuperada se trasladó a Bilbao, donde una hermana ya trabajaba. “Me coloqué sirviendo y luego entré en la hostelería”, recuerda. Su marido apunta que, precisamente, “fue en una casa que estuvo trabajando, en la Sanz Gironella, en Algorta, donde aprendió a cocinar y a coger gusto por la cocina”. Unos conocimientos que luego perfeccionó hasta ser, según Emilio, “de lo mejorcito que hay en Euskadi cocinando”. Pues ahí sigue, en una diminuta cocina, en la entreplanta superior del bar, a la que se accede por una escalera que hay que asegurarse para no despeñarse. “A mi me gusta lo que hago, cocinar”, dice, “y gracias a Dios no nos falta trabajo”. Lo que ya no le gusta tanto es comer lo que cocina porque “está harta de carne y de hacer filetes”, señala Emilio. El día que jugó el Athletic la final de la Supercopa en Bilbao, por ejemplo, “Milagros cocinó 154 filetes rebozados y 24 kilos de merluza”, recuerda su marido, que atiende la barra y el comedor. Porque eso es lo que le gusta a él: “el trato con la gente”. Además hace gala de sus virtudes: “Yo soy un vendedor muy bueno, vendo todo lo que se pone en mis manos”. Esa cualidad innata le hizo decantarse por la hostelería. Así que confiesa que “me gustó desde el principio”. Su primer trabajo fue en la cafetería Laida, pero tras el servicio militar le ficharon en el Mónaco, una cafetería con mucho pedigrí que se mantiene en la esquina de Alameda Recalde con Colón de Larreategui.
Vacaciones Así hasta que a los 27 años se lanzó con Milagros a la aventura del Grosly. “Lo abrimos el 1 de octubre y el día 28 nació nuestro hijo. Estaba haciendo unas rabas y tuvimos que salir pitando al hospital”, recuerda. Desde entonces no han parado de trabajar ni un solo día. “Es verdad”, dice Emilio, “nunca hemos tenido vacaciones”. Y eso que hace casi cuarenta años se compraron una “casita muy maja” en Colindres, que apenas han utilizado. “Si es que no salimos de aquí”, confirma Emilio, que lo dice sin un ápice de amargura. Desde hace un tiempo se permiten el lujo de cerrar “algún domingo”, pero por la tarde, “porque por la mañana me gusta servir el vermouth a los clientes”. Mientras él prepara los combinados, ella se encarga de dar salida a todos los pedidos, que cada vez son más “porque a la gente no le gusta cocinar en casa”. De hecho ya tienen encargos y reservas para Navidad. “Así es imposible cerrar”, dice Emilio. Seguirán a pie de barra y de cocina hasta que se cansen. “Yo quiero dejarlo para ver si arreglo un poco el cuerpo, ya que tengo varices”, dice Emilio. Pero Milagros calla.