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La ciudad escondida

DEIA visita el subsuelo de Bilbao, un indispensable y complejo entramado compuesto por kilómetros de galerías, túneles, conducciones, tuberías y cables que sostienen el pulso de la urbe en la superficie

La ciudad escondida

Bilbao

En la oscuridad de las entrañas de la tierra, la luz posee ese halo mágico que ilumina a las catedrales. En el subsuelo las vidrieras son las alcantarillas, las ventanas que abren la boca y muerden con fuerza la luz para poseerla con delicadeza en un mundo misterioso, desconocido, hipnótico. Bajo los pies, en la epidermis de Bilbao se alza otra ciudad invisible. En las profundidades de la villa se mezcla la respiración de un callejero, los jugos gástricos del sistema digestivo del saneamiento y las terminaciones nerviosas del cableado que conforman una paisaje tan inhóspito como fascinante. El extraño atractivo de un kilométrico laberinto de galerías, túneles, tuberías y cables que sostienen el pulso de la superficie, su ajetreo, sus edificios, sus calles, sus gentes. Es el otro Bilbao. Y tiene su encanto. "Aquí se desconecta un poco de lo arriba", dice Tejedor, una vida sumergido en el Bilbao subterráneo. "Más o menos conozco lo que hay por aquí abajo".

Aquí abajo es un continente, un extraordinario entramado interconectado sin otra señalización que la experiencia, la luciérnaga de las alcantarillas y el hilo de luz de las linternas. La ruta, más que la cartografía, la indica el trabajo en equipo, la confianza ciega en los compañeros. No existe un faro tan poderoso, tan brillante como ese. "Es fácil desorientarse aquí abajo, así que lo fundamental es el trabajo en equipo. Tan importantes son los compañeros con los que trabajas abajo, en las galerías, como los que lo hacen en superficie", explica Tejedor, buzo blanco, guantes, linterna, botas de agua y una tonelada de viajes al centro de la tierra en sus más de treinta años a este lado de la frontera. A Tejedor, vivaces los ojos azules, ágil el verbo, le delata la enorme destreza de su cuerpo, que se encoge y se estira como un contorsionista para deslizarse arqueta abajo, el pasillo que enlaza con un acantilado de ciudad, con profundidades que van desde los cinco metros hasta los treinta metros dependiendo del trozo de metrópoli que perfore la piel de Bilbao. "Siempre hay que estar alerta", enfatiza.

En El Peñascal, en el frigorífico la mañana, que castañea los dientes, una palanca sostiene una pesada alcantarilla, la puerta a otra realidad. La caries en el suelo de la acera la rodean cuatro conos naranjas que contrastan con la baldosa gris de Bilbao. "La seguridad es lo más importante", recalca Tejedor, al que aguardan dos compañeros de faena, Vicente, conductor del camión, y José Antonio, que acompañará en la inmersión a Tejedor bajo el mosaico de la villa. Raudo, felino, Tejedor se prepara para el descenso. El maletero del todo terreno que conduce, su oficina móvil (atiende varias llamadas antes de llegar al punto de entrada) es como aquella cabina en la que Clark Kent se convertía en Superman. Vestido de etiqueta para recorrer el submundo, DEIA le acompaña en una pequeña porción de un territorio vastísimo que compone el puzzle de Bilbao. La urbe necesita 700 kilómetros de redes de saneamiento, 100 de ellos visitables, el grueso; 600 kilómetros, se mantienen mediante medios mecánicos y se observan con cámaras. Las cámaras en la gruta transitable son los ojos.

Tejedor, algo así como una enciclopedia del alcantarillado, es el director de una orquesta de más de una veintena de operarios, una porción del gran contingente de especialistas que vigila cada palmo de la ropa interior de Bilbao, un espacio que después de los aguaceros que han empapado la ciudad, invita al recogimiento por su silencio, por su oscuridad, una cueva en aparente calma en la que nunca "hay que confiarse" lanza Tejedor.

Estricto protocolo Recuerda cuál es el protocolo para acceder a las tripas de la ciudad. "Se abren las alcantarillas para que entre aire, para que haya tiro y corra el aire. Además se mide su calidad mediante un medidor de gases. Eso indica si es posible bajar o se debe esperar. En todo caso, se lleva un medidor de gases así como un depósito de oxígeno autónomo en la zonas que se requiere". No es conveniente pasar más tiempo del imprescindible en los enaguas de la ciudad, que se revisan metódicamente durante el año siguiendo un itinerario salvo cuando se precisan intervenciones porque surge algún tipo de problema.

La bajada, vertical, con asideros de hierro tachonados al frío y húmedo hormigón produce cierta excitación relata Tejedor. "Cuando sé que me toca bajar noto un cosquilleo y eso que llevo un montón de años haciéndolo". Al visitante le barniza la adrenalina y le empuja la curiosidad en el descenso a otra dimensión. El vértigo a lo desconocido. Un cañón de luz natural rapela hacia la meseta, (el bordillo por donde se camina), que acompaña en paralelo el cauce del agua, limpia después de que la lluvia serenara su presencia días atrás. El túnel es acogedor, al menos, el termómetro no tirita. "En este trabajo uno de los grandes peligros, además de la acumulación de gases, son las crecidas del agua". En la galería, arqueado el costillar de su estructura de hormigón desnudo, se recoge el flujo del río natural Helguera. Para repasarlo hay que doblar la bisagra y agacharse. Lo obliga el metro y medio de altura del conducto. El agua se enreda en un cruce de tuberías que enlazan en el carril central, que va desde Rekalde hasta La Casilla, un tramo conflictivo, por eso el caudal se bifurcó. En el mismo plan, desde el Ayuntamiento se invirtió en un camión para la limpieza de sumideros, una cuestión fundamental, especialmente en lugares calientes como Rekalde o El Peñascal.

En sus tripas, una voz agita el susurro del cauce y el sigilo de la galería. "¡Agua!", grita José Antonio en el túnel. El oído adiestrado es un radar en esa profundidad. Con el aviso, el flujo se encresta, toma altura. En un instante, el agua se eleva un palmo. "Es por los bombeos", indica Tejedor, que destripa el mapa del saneamiento en su cabeza. "Sé donde estoy por las alcantarillas y los colectores", desgrana. Si bien las vivencias sirven para confeccionar un instinto que anticipe el peligro, nunca hay que confiarse, dice la conciencia del túnel, un recordatorio siempre presente en los trabajos de saneamiento "donde se invierte mucho aunque no luzca a ojos de los habitantes".

"Aunque poco reconocidas", expone el experto, las labores en la red de saneamiento son indispensables para el correcto funcionamiento de la ciudad en la superficie, ajena al complejo planeta que vive bajo sus pies. "En una ciudad no solo tiene que funcionar la superficie. Es muy importante lo que no se ve pero que impacta directamente en la calidad de vida de los vecinos, porque posibilita que todos los servicios e infraestructuras lleguen a todos los puntos", determina José Luis Sabas, concejal del Área de Obras y Servicios del Ayuntamiento de Bilbao. El mundo subterráneo, tan alejado del escaparatismo del Bilbao del Guggenheim, también ha pasado por la sala de operaciones. Cuesta reconocerlo. "Todo el entramado que pasa bajo la ciudad se ha mejorado muchísimo. El Bilbao que conocemos no tiene nada que ver con el de hace años", rememora Tejedor. La restauración del subsuelo se cometió a fondo. Nada de maquillaje.

Esfuerzo económico La inversión realizada desde el Ayuntamiento ha sido muy importante. "Hemos trabajado muy duro, y se ha hecho un gran esfuerzo económico para mejorar las tripas de Bilbao, sus redes de agua y saneamiento. Son unas infraestructuras estratégicas para la calidad de vida de la ciudad", subraya José Luis Sabas, consciente de la dificultad de gestionar el perfil menos fotogénico de la villa, pero no por ello menos necesario.

"Las redes funcionan como un círculo. Hay que proporcionar a la ciudad las infraestructuras necesarias para que vecinos, empresas, industria y comercio realicen su actividad con normalidad. Después, tenemos que gestionar los restos de esa actividad: a través de la limpieza y de las redes. Como digo, es un círculo que se cierra continuamente", destaca el concejal. En ese círculo que describe José Luis Sabas, un circuito repleto de curvas, en el intramundo, el destello de las linternas de sus moradores persigue el monólogo del agua en un juego inagotable, limitado para los operarios.

"No se puede estar constantemente ahí abajo", comenta Tejedor, que parece el comandante de un submarino que ordena salir a la superficie por el tragaluz abandonando tras de sí el chapoteo del agua, el gris del hormigón, las sombras que perfilan una mañana de reconocimiento por el itinerario de la galería.

Todo está en orden. No hay incidencias. La escotilla al mundo donde gobierna el sol, siempre abierta mientras se transita con la lupa de la mirada escrutadora, continúa reposando sobre una palanca. La luz del exterior deletrea la salida escalonada. Se apagan las linternas. Cae la alcantarilla. Se hace la oscuridad hasta la próxima visita.

En otro vértice de Bilbao se descapota la acera y se hace la luz. Una llave gira en la superficie. Se despliega una escalera galvanizada. 17 escalones que aíslan del frío que azota el día y conducen a otra galería, compuesta por tres túneles, que posee el aspecto de un búnker. No son necesarias las linternas en la Galería de Servicios, el Rolls Royce de los túneles. La amplitud de la estancia la posibilitó el estirón de la ciudad por Abandoibarra. Cuestión de adaptación. "Al desarrollar algo nuevo, como Abandoibarra, hemos diseñado la galería de servicios, que minimiza la afección a los vecinos a casi cero", incide José Luis Sabas.

Desde la moderna garganta se controla y se repara el cableado para la luz y las telecomunicaciones que se abren paso por la tierra sin necesidad de rajar el suelo de la ciudad. En los cables naranjas, de media tensión, etiquetados con distintas zonas de la ciudad (CTO 16 Puente de Deusto, por ejemplo), confluyen las ramificaciones que alumbran diferentes zonas de la urbe. Los cables negros son para las telecomunicaciones. Equipada con sistemas de respiración autónoma, la sabiduría popular ha dejado un mensaje al lado de un panel de control de incidencias. En la pared del subsuelo habla el sentido común: Si no sabes no toques. Sonríe el operario que lo muestra antes de lanzar. "Bien pensado, con el follón que suele haber ahí arriba, aquí se está mejor". Aquí, en el otro Bilbao, en la ciudad escondida.