Bilbao

MARI define su kiosco como "un Corte Inglés en pequeñito". No le falta razón. Vende de todo: chucherías, juguetes, helados, revistas, libros, refrescos, peluches, artículos de perfumería, flores de tela... Es un kiosco diferente. Hasta su ubicación es diferente. No se encuentra en plena calle, sino en la planta baja del edificio de acceso al hospital de Basurto, junto a la cafetería. En un pequeño habitáculo de unos pocos metros cuadrados Mari vende y confiesa. Sí, porque Mari es kiosquera y confesora. Escucha pacientemente las historias clínicas de muchas personas que se acercan hasta su kiosco para contarle sus problemas mientras compran cualquier cosa. Así lleva haciéndolo desde hace treinta años. Y no se cansa. Disfruta hablando con la gente, tanto con el personal sanitario como con los visitantes y familiares de enfermos. Le gusta su trabajo, aunque sus tobillos se le pongan como botas después de permanecer tantas horas de pie. A sus 57 años, solo espera seguir teniendo buena salud para llegar a la edad de jubilación. "Bueno, si Rajoy nos deja jubilarnos", dice.

Mari nunca pensó que iba acabar detrás de un mostrador. Su vida laboral de soltera y recién casada se limitaba a "trabajar en casa cosiendo". Hasta que un día, una persona que trabajaba en el hospital de Basurto le comentó a su madre que existía la posibilidad de coger el kiosco, ya que "se quedaba libre". No lo dudó. "Me metí sin saber nada de esto", recuerda, "aunque tampoco hace falta saber mucho", reconoce. El caso es que Mari comenzó a vender "de todo" en el centro hospitalario bilbaino. "Yo vendo", dice Mari, "las cosas que son más necesarias en un hospital". Entre ellas, destaca las revistas y los periódicos, libros, bebidas, artículos de regalo y de perfumería. "La gente viene y me dice que se le ha olvidado en casa la espuma de afeitar o la pasta de dientes o bien que le han ingresado a algún familiar, se tienen que quedar a pasar la noche y no tienen artículos de higiene", comenta. Para eso esta Mari, que dispone de cuchillas de afeitar, geles, champús, colonias y lo que haga falta. También hay personas que se le acercan en demanda de comida, como yogures o pan, "pero eso no tengo", dice, aunque reconoce que "si tuviera más espacio, ampliaría el negocio". Pero el espacio es el que es. También le gustaría satisfacer las demandas de "las personas que me piden unas zapatillas para estar más cómodas en la habitación".

Otros productos muy demandados son los regalos. Por algo es un hospital. Para bien y para mal. Y para dar cumplida satisfacción a sus clientes. Mari tiene en sus estanterías juguetes y peluches para los niños, y bombones y pastas para los mayores, entre otras cosas. "Aquí hay nacimientos", dice, "y por otra parte, a los enfermos también se les regalan cosas". Hasta flores de tela, "que se venden muy bien", señala. Aunque la crisis también ha hecho mella en el trabajo de Mari. "Antes la gente no se lo pensaba a la hora de comprar unas pastas, por ejemplo, pero ahora preguntan cuánto cuesta y se lo piensan más". A pesar de ello, Mari no pierde la sonrisa. A todo el mundo le atiende con simpatía, aunque lleve 14 horas en el kiosco.

Horario maratoniano Porque Mari levanta la persiana del negocio a las seis menos diez de la mañana y la baja a las ocho de la noche. Con ese maratoniano horario lleva desde hace algo más de seis años, desde que nació su nieto Iker. Antes de ser amama, Mari se arreglaba con su hija. Por las mañana atendía ella y por las tardes le relevaba su hija. Pero tras la aparición de Iker decidieron que la hija se quedara en casa cuidando del hijo y ella cumpliría toda la jornada laboral. Y así todos los días de las semana, de lunes a domingo en horario ininterrumpido. No descansa ni para comer. Allí mismo, en el kiosco, come lo que se lleva de casa o lo que algunas veces compra en la cafetería. "De aquí", dice Mari, "solo salgo un momento para ver el día que hace, si hace sol". En este sentido, cuenta que en invierno "hay días que entro al trabajo de noche y salgo de noche". Normalmente, por las mañanas es cuando más actividad tiene. A primera hora, la clientela habitual, es decir, el personal sanitario, compra los periódicos y posteriormente comienza el goteo de las consultas externas y visitas a enfermos. Por las tardes, aprovecha el bajón de clientes para sentarse y ver un poco la televisión, siempre en el kiosco, sin moverse un milímetro.

Así transcurre la vida diaria de Mari. Y cuando le preguntamos cómo puede soportar esas interminables jornadas contesta que "bien". "Aguanto", dice, "porque no me queda más remedio, hay que trabajar y esto es lo que hay". Su único secreto para aguantar semejante trajín es que le gusta el trabajo. "Me encanta hablar con la gente", dice. Quizá por eso, son muchas las personas que le cuentan sus problemas mientras compran un libro o una revista. "La gente te cuenta su vida, sus historias, y al final me dicen: ya puedes perdonar pero me he desahogado un poco". Eso es lo que destaca Mari, "que la gente necesita desahogarse y yo escucho a todo el mundo". A lo largo de sus treinta años al frente del kiosco ha tenido la oportunidad de conocer muchas historias que "me han emocionado, pero que se me olvidan en casa". "No tengo tiempo de acordarme de ellas", dice, "porque en casa también tengo trabajo cuando llego, la cena, alguna lavadora, la comida del día siguiente de mi marido". Así que le dan las once y media de la noche sin darse cuenta. Y al día siguiente suena el despertador a las cinco de la mañana, lista para ir al kiosco y al confesionario.