Era aquel París una de las tierras prometidas. ¿Qué París? El París Paris Je t'aime, la ciudad de los hombres libres. La presidenta de la Fundación Bilbao 700, Begoña Salinas, recibió ayer la Medalla al Mérito Nacional de Francia (solo la concede el presidente de la república, en este caso François Hollande...) de manos del embajador francés en España, Jérôme Bonnafont. En su discurso de agradecimiento, a dos voces entre el castellano y el francés, Begoña hizo un recorrido sentimental por su vida en Francia al echar la vista atrás. Fue emotivo oírle hablar de las lecciones de vida que tomó en su juventud, sedienta de emociones y cargada de inquietudes. "Fui a estudiar y no recuerdo si estudié mucho, pero aprendí un montón", dijo, tras confesarse "honrada y emocionada, una mujer como yo, trabajadora pero de segunda fila, poco visible." Se diría que una voz interna -qué sé yo, la voz del propio Ernest Hemingway cuando escribió aquello de "si tienes las suerte de haber vivido de joven en París, entonces durante el resto de tu vida ella estará contigo, porque París es una fiesta" en su legendaria novela póstuma París era una fiesta...- le dictaba el discurso si no fuese porque era evidente que le brotaba del corazón.
Hablaba desde dentro, no cabe duda. Lo hizo para recordar las tertulias de Simone de Beauvoir, a las que le llevaba el pintor Joaquín Peinado; a los pintores impresionistas, a Voltaire, Apollinaire o Valery; "a un tal Isidoro que acabó siendo Felipe González", a "los refugiados alejados de su patria por pensar diferente". Conmovía oírle aquella letanía de lecciones de vida tomadas en aquel París. "Allí aprendí a ser objetiva, solvente y tolerante; el respeto al diferente y el valor de las ideas. Y sobre todo aprendí, viniendo de donde venía, el sentido más exacto de la palabra libertad". La libertad, sí. Aquella que corría por las calles de París. Si a todo ello se une la casa de sus abuelos maternos en una localidad de Iparralde, "que ha sido el referente de toda mi familia", o la memoria de sus antepasados -"uno abrió la sede del Banco Bilbao en París y otro fue tachado de afrancesado en las Cortes de Cádiz"...- se hacía casi imposible contener la congoja.
El propio Jérôme Bonnafont le miraba con asombro. Él había hablado de su papel en la construcción del Eje Atlántico, de sus contactos con cuatro primeros ministros franceses, de su labor en la cooperación transfronteriza, del trabajo de Iñaki Azkuna por acercar Francia a Bilbao o de la Eurocity. Nada o muy poco de enseñanzas y vida libre bajo los adoquines. El cónsul francés en Bilbao, Didier Ortolland, escuchaba en la sombra del Instituto Francés en la villa.
Cuando Begoña habló, siguieron con atención sus palabras los presentes. Entre ellos se encontraban el alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna; concejales como Ibon Areso, José Luis Sabas, Alfonso Gil, Beatriz Marcos, Yolanda Díez o Cristina Ruiz; el lehendakari José Antonio Ardanza junto a su esposa Gloria Urtiaga, Andoni Aldekoa, Ibone Bengoetxea, Josune Ariztondo y otra mucha gente que ha trabajado codo a codo con Begoña. La ovación consiguiente a sus palabras fue estruendosa. Había calado hondo.
A sus palabras se rindieron entre otros, el director del Museo de Bellas Artes, Javier Viar; Juan Mari Sáenz de Buruaga, Xabier de Irala, el hostelero Santiago Díaz Ponzoa, Josean Muñoz, Alfonso Carlos Saiz Valdivielso acompañado por María Luisa Bernuy, Matilde Elexpuru, Ana Basilio, Carlos Epalza, presidente de Unicef en el País Vasco; Begoña Solano, Javier Mendoza, Irina Petrescu, directora del Instituto francés en Bilbao; Iñigo Churruca, Rafael García Rosi, Bárbara Epalza, María José García del Moral, Juan Luis Sáez de Ocariz, Begoña Cava, Elena Puccini, Txomin Epalza, Covadonga Saiz Bernuy, Toni Jobbe-Duval, Marian Busturia, José Miguel Aristegi, Begoña Victoria de Lecea, José Ramón Blanco, José Miguel Balzola, Doris Regout, Laure Bejannin, Ana Rosa Careaga, Javier Uribarri, Teresa Salinas, Karmele Elgezabal, Patricia del Hoyo, Julián Barrenetxea, Alicia Madariaga y un sinfín de nombres propios que vivieron de cerca la concesión de la medalla y el desahogo sentimental de Begoña, quien confesó que han de aceptarse las cosas de la vida con naturalidad.
Begoña ayer era Francia, sí. Pero sobre todo era París. Aquel París del que les hablaba antes, el París del que les hablaba el viejo Ernest. Un París donde, no hubo más que oírla, fue feliz.